El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

lunes, 17 de diciembre de 2007

LOS DESAPARECIDOS DEL NEOLIBERALISMO


"...y sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario."
(de Ernesto Che Guevara en Carta de despedida a sus hijos)

Madrugada de verano en la ciudad. Llovía torrencialmente, y el frío llegaba acompañando al granizo. Las ratas huían despavoridas, pues olfatean los males de la tierra y de los cielos. La Villa, una vez más, se estaba inundando. Seguramente, saldrían en los diarios, radios y televisión, para luego ser olvidados cuando las tragedias cotidianas no cotizaran más en el mercado. Emilio tenía frío y miedo, pero nadie estaba allí para cuidarlo. Emilio tenía hambre y el “granero del mundo” no tenía nada para darle, más que un futuro abortado, más que ilusiones rotas y litros de desamparo.
Con sus ilusiones rotas y con su propio desamparo, lejos de la Villa, estaba Fabián, el padre de Emilio. La ciudad tenía esas paradojas, en algunos lugares flotaba en el aire el polvo; y en otros, el agua ahogaba en la miseria. Por allí había autos importados, por acá había pies lastimados. La ciudad estaba dividida. Hoy Fabián era la mosca en el caviar, estaba en aquel sector donde se respiraba polvo, mientras quemaba sus labios al fumar Paco. No sabía dónde estaba, sólo sentía que su cuerpo le estallaba cada cinco minutos, y que necesitaba más y más para anestesiar sus dolores, cuyos orígenes le parecían ya demasiado lejanos. Fabián pesaba 48 kilos, y era un montón de huesos apilados contra una circunstancial pared. El padre de Emilio, con sus ilusiones rotas, sus costillas marcadas, sus dolores y sus drogas, ignoraba que en ese mismo instante su hijo, aquel al que no conocía, padecía el hambre, el miedo y el agua que le llegaba a las rodillas.
Las rodillas estaban lastimadas. El policía la había empujado y, estando ella en el piso, le quitó los pocos pesos que Jessica se había ganado. Pero a aquel servidor del orden y brazo armado de la ley, no le alcanzaba con robarle a los que eran más pobres. Él no se conformaría sólo con ese pago. Su esposa, que se acercaba cada vez más a la obesidad, estaba en el hospital luego de haber parido el sexto hijo. Obtendría de Jessica, aquello que ya no le daba su esposa. Pero esta trabajadora de la noche entendía los códigos, sabía que para seguir trabajando había que pagar no sólo con plata, sino también con el cuerpo. Y, mientras el policía le arrancaba su diminuto vestido, ella se quedaba inmóvil deseando que todo acabara rápidamente. Pero lo que no acababa era la lluvia y el granizo, allá lejos en la Villa; y mientras el policía devoraba el cuerpo de Jessica, Emilio tenía más hambre, más miedo y el agua le estaba llegando al pecho.
Allí, en el pecho, sintió un fuerte dolor, Fabián. Esta vez se había excedido con el paco y, mientras la lluvia empezaba a lavar su sucio cuerpo, Jessica, luego de haber pagado su impuesto al trabajo, caminaba con su vestido roto y su maquillaje corrido por la lluvia. Y, Emilio tenía más hambre, más miedo y el agua ya le llegaba al cuello.
La lluvia ya cubría toda la ciudad. Sino lo hacía el gobierno, aunque sea la naturaleza repartía algo de manera equitativa. Jessica estaba empapada, y quería tomar un colectivo para volver a su casa. Mientras caminaba hacia la parada, vio a un hombre flaco, sucio y mojado, tirado sobre el piso y apoyado sobre una pared. Tuvo miedo, pues ya había padecido demasiado, esa noche. Sin embargo, reconoció en ese hombre al padre de su hijo, el mismo que la había abandonado mientras ella llevaba el séptimo mes de embarazo. Se acercó y lo vio dormido. Lo tocó para despertarlo y, con horror, notó que estaba muerto.
Muerto encontraron a Emilio unos días después. La tormenta había sido demasiado fuerte y había llevado consigo el rancho en el que vivía. Nadie había estado para ayudarlo. Su vida se había perdido, como la de tantos otros, por la inoperancia de algunos, la avaricia de otros, y ese monstruo moderno llamado Mercado, que da lujos a algunos a cambio de la vida de otros. Es que en tiempos de neoliberalismo, las personas han dejado de importar.

El Texto anterior intenta ser una crítica al Neoliberalismo y a sus consecuencias. Entre ellas se encuentra un hecho penoso en la historia reciente de Argentina: la crisis de diciembre de 2001. Para recordar aquella época, dejo el siguiente video musicalizado por "Los Piojos" con "Dientes de Cordero". Cuando se vea el video, apagar la canción que se encuentra en Vibraciones de almas que llueven.


sábado, 8 de diciembre de 2007

IMPERATIVOS



Imagen: "Plataform" de Dariusz Klimczak

"¿Porque no habrá en la noche un camino abierto por el cual se pueda correr una eternidad alejándose de la tierra?”
(de Roberto Arlt)

Correr. Correr desesperadamente hacia el abismo, deseando despegar los sueños del suelo y elevarlos hacia el Universo.
Correr. Sentir la lluvia lacerando las heridas que no cierran. Sentir el viento lijando los recuerdos de las manos que moldearon el cuerpo.
Correr desesperanzado, huir, escapar, saltar para caer en que uno no huye, ni escapa, ni salta, sino que muere en el vacío del saber.
Correr para encontrarse, para no alienarse, para desligarse de la manada. Correr, sí, hasta que las piernas duelan, hasta llegar al asombro, para dejar de sentir los escombros de lo que pudo haber sido en el futuro, y de lo no fue en el pasado.
Correr, con lluvia, con frío, con sol, con lunas, con gritos, con silencios, sólo correr aunque sea solo.
Correr, deshacer el tiempo y el espacio, fundirlos en la velocidad y en la fuerza con la que se atraviesen los muros que encarcelan en el propio manicomio.
Correr en la propia inmovilidad, aunque el pantano interior se extienda, fagocite las células, y deteriore los tejidos, que germinan los gusanos a punto de estallar.
Correr. Dejar atrás la mentira y vomitar la verdad, aunque los labios se tiñan de sangre y de palabras; los oídos se desmiembren ante el ataque de aquello que no se quiere escuchar, y los ojos ciegos se abran para aprender a observar.
Correr, para que no haya más nostalgia, para atravesar el hueco de la angustia, besar los labios de la locura y poder volver del más allá.
Correr. Perder peso, perder piel, músculos y hasta los huesos. Correr para secarse las lágrimas, la saliva, el semen y el recuerdo. Correr, perder todas las palabras que moldearon, dividirse más y más, hasta dejar desnudo al deseo y lanzarse a las redes del lenguaje, que sujete.

Correr, para hacer más tolerable la angustia de la falta constante, del vacío de sentir tanto vacío…