El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

sábado, 16 de junio de 2007

ELLOS Y EL ENCUENTRO (Segunda Parte)


Imagen: Couple de Emil Shildt

La seducción era la mayor de las artes en las que ella se destacaba. Su mirada aleteaba sobre la piel de él, se colaba entre sus prendas y lo acariciaba más allá de lo visible. Él sabía que sólo tenía que lamer sus oídos con palabras robadas, para tenerla. Ella sabía que con sus gestos e insinuaciones le arrancaría los ojos para frotárselos y derretirlos en cada surco de su piel. El juego de la seducción era un combustible más para el fuego que empezaba a apropiarse de sus cuerpos, irradiando desde los ojos, oídos, labios y sexos. La cena era una mera formalidad, ambos sabían, antes de encontrarse, que terminarían enredados en la cama. Pero los rituales, la postergación, el juego previo eran necesarios para volver más ardiente el encuentro. Había que dejar insatisfecho el deseo para que se volviera tan apremiante que, cuando fuera saciado, el placer les hiciera estallar la piel, los huesos, recuerdos y silencios.
Ella no se molestó demasiado por la edad de él. Las palabras que brotaban de sus labios, se embebían de sensualidad, y sabían jugar entre sus deseos, transfigurados en la carne de su cuerpo. A ella, lo que él le daba, le bastaba para engañarse. Sabía que él no era su verdadero Él, pero esa noche, ya nada le importaba.
Las prendas fueron cayendo. El deseo flotaba en el aire, demasiado liviano. La tensión sexual crecía al ritmo de la excitación. Las pieles desprendían olores imperceptibles que estimulaban sus olfatos, como si fueran cazadores cazando y, a punto de ser cazados. El contacto era impostergable. Las manos penetraban en la piel, la desgarraban sin piedad. El aliento era un gas espeso y asfixiante que jugaba a saltar de boca en boca. Las lenguas se disputaban los espacios. Los labios se aplastaban. Los sexos se tensaban, se humedecían, resplandecían, se tocaban. Los ojos se cerraban. Las palabras se acababan. El bebía de sus pechos. Ella bebía sus recuerdos. La lengua de ella en los oídos de él decían más que las palabras. Los cuerpos eran una masa uniforme, sin principio ni final. Los cabellos se alborotaban y volaban. Él se aventuraba en su interior, y ella lo sentía latir, con fuerza, en lo más profundo de su ser. Las bocas se mordían, las uñas se clavaban, los dientes eran garras. La saliva era el abrigo que los protegía del frío. Ella aleteaba, como un ave dispuesta a volar, encima de él. Él, sujetaba sus caderas, las atraía hacia su cuerpo, pero la impulsaba hacia los cielos y la alejaba del infierno. Ahora ella mordía sus dedos, y él, con su lengua, delineaba círculos de fuego en su espalda. Los cuerpos se deshacían como hojas secas. Ella explotaba por cada uno de sus puntos erógenos. Él los alimentaba con la potencia de su deseo. Aquello que al principio habían sido besos suaves, tímidos y culposos, se habían transformado en mordidas de animales, en sexo entre las lenguas, en pasión en las gargantas, en inconsciencia entre las piernas. El ritmo suave de los movimientos, se aceleraba al ritmo que se avivaba todo el fuego. Las contorsiones orgásmicas, los hacían lucir como dos endemoniados y sólo minutos después, caerían exorcizados. Los gemidos habían volado libres. Esa noche, el deseo había hecho erupción; esa noche, los cuerpos se habían liberado, y los lazos cercenados. Es que esa noche, sus cuerpos se habían encontrado.
Rendidos en la cama, llorando por la emoción de recobrar lo que sus cuerpos habían perdido, ella le contó de su enfermedad terminal. Él, en silencio, la escuchó, besó sus lágrimas, y luego le contó de su depresión inmortal. Es que esa noche, hasta las almas se habían encontrado.
Las confesiones los habían desnudado más que el sexo. Esa noche, decidieron compartir en silencio los abrazos, como si fueran testigos de una misma gran desgracia, que los unía más allá de todo y de todos. Pero la verdad había caído por su peso; esa noche, los cuerpos se abrieron en exceso. Y, mientras el semen, con el que él había regado las paredes dormidas de ella, se encontraba con un óvulo fértil; durmieron juntos, sabiéndose satisfechos y calmados.
Un año y medio más tarde, él tenía entre sus brazos a su hija. Vio en la pequeña, la misma sonrisa que meses atrás había visto en el rostro de ella, cuando tuvo la niña entre los brazos. Él recordaba que esa fue una de las últimas veces que la vio sonreír. Y ahora, la hija fruto del encuentro, le regalaba a su padre el espejo de la sonrisa de su madre ausente. Ella había muerto. Pero antes de la condena del destino, su útero se había inundado de flores, mientras su cuerpo se llenaba de gusanos.
Y ahora, él estaba pensando cómo la vida cambiaba todo en un segundo. A veces se necesita sólo un encuentro para hacer hablar al silencio; para alcanzar lo nunca antes soñado, para encontrar frutos en el desierto, y tener alguien por quién seguir viviendo.

domingo, 10 de junio de 2007

ELLOS Y EL ENCUENTRO (Primera Parte)



Imagen: "Hombre y Mujer" de Marián Angulo

Los perros ladran en las noches, para espantar los fantasmas. Pero hay algunos que se vuelven carne y que, ni toda el agua bendita del mundo sería capaz de exorcizarlos. Y si de fantasmas se trata, no hay nada peor que aquellos que se hacen llamar recuerdos. Esos se impregnan en los sentidos, te comen los ojos, se cuelan en tu nariz, te murmuran en los oídos, te dejan su gusto en la lengua, te queman la piel, te quitan el equilibrio.
La noche empetrolaba los cielos que, sin vida, se desangraban. El frío y la llovizna leve no podían detener el paso del tiempo. Con tantos infiernos terrenales, ni los muertos se animaban a dejar sus tumbas y silencios. Los gusanos se congelaban en las carnes putrefactas, y las células también.
Él, un joven de 24 años, recién recibido de Licenciado en Sociología. Él, ser que deambulaba entre la institución mental, y su hogar, de entes en silencio. Él se debatía entre la depresión diagnosticada por un psiquiatra a sus 19 años, y su intento por vivir, cuando creía que, tal vez, hacerlo no sería doloroso.
El mundo no estaba hecho para él. Todos y todo lo aburrían. Detestaba rodearse de personas, por que creía a todos extremadamente superficiales. Odiaba el mundo y se odiaba a él por no tener el valor de cambiar aquello que le molestaba.
Internet le había dado una esperanza. Esconderse tras un teclado, tras un monitor, en la comodidad de su hogar, le otorgaba más de un beneficio. Internet era su escudo, una red de palabras vacías que creía manejar a su antojo. Era un espacio sin lugar, para encontrar personas que pudieran sentir como él.
Así había llegado ella a su vida. Los chats se hicieron cada vez más frecuentes. Las horas frente a la computadora pasaban más rápido que la felicidad. En ese, su mundo virtual, algo podía cambiar.
Desde que la conoció, supo que ella tenía algo especial. Al mes, las pastillas recetadas por el psiquiatra habían sido relevadas de su función. Ella le quitaba las penas. Ella le permitía hablar sobre lo no hablado; ella cubriría sus faltas; ella lamería sus heridas, hasta cerrarlas.
Ella cumplía 37 años el trece de Junio. En ese frío extremo, la casa le quedaba grande y ella se sentía más sola que de costumbre. Los fantasmagóricos recuerdos la estrangulaban por las noches, circulaban como vidrios por sus venas, desbordaban sus ojos, la penetraban hasta hacerla estallar en gemidos cabalgados por la angustia.
A su esposo lo había echado de allí hacía más de un año, cuando todo había empezado. Todavía lo amaba, pero él era demasiado estúpido como para darse cuenta. Hijos no habían tenido, hasta ese momento; ella no había podido cultivar frutos en su vientre. Su esposo había dicho que no importaba, y esa había sido la primera de las mentiras. Luego, ella le había dicho que ya no lo amaba, para que él se alejara y no sufriera a su lado. La soledad había sido su elección, como ofrenda a los dioses, a cambio de salvar a su esposo del dolor que sentiría si se quedara con ella.
Ahora, ella arrojaba el humo del cigarrillo que fumaba, con la sensualidad con que lo haría la más diva de Hollywood. Las cenizas caían de su mano sobre el escritorio. Las lágrimas se abalanzaban sobre el teclado, como lo hacían las gotas de lluvia en un verano que parecía muy lejano. Los recuerdos se le escapaban de las venas y la hacían sangrar. Todo terminaría pronto, lo sabía, la ciencia no estaba de su lado. Mientras tanto, veía como se deslizaban en la pantalla de su computadora, las letras que él escribía.
Ellos se habían conocido por Internet hacía cinco meses. Él, que no tenía más ocupación que la de la lectura, la había cautivado con sus palabras, sus ocurrencias, sus juegos y sus redes. Ella, lo había capturado con su misterio. La seducción siempre empezaba a través de una pregunta, y él tenía todas por que ella no regalaba ninguna de sus respuestas. Él había mentido con su edad, había dicho que tenía 27 años y usaba fotografías de su hermano mayor, al que más se parecía. Ella había elegido creerle. Ya no tenía nada que temer, todo ya estaba perdido.
Ese día, acordaron la cita para el día siguiente. Ella lo esperaría a las diez de la noche, con su plato preferido y las copas de vino vacías, que él se encargaría de llenar. Él estaba ilusionado. Él estaba feliz. Había empezado a creer. Ella estaba resignada, pero dispuesta a disfrutar con él.

miércoles, 6 de junio de 2007

HOMENAJE A DÉBORA (En su Cumpleaños)

Hoy, Miércoles 06 de Junio de 2007, en el Hemisferio Norte, en un día que probablemente contraste con los fríos otoñales que se sienten en estas latitudes, está cumpliendo años Débora Hadaza García Díaz. Débora es la autora de "NOTAS SOBRE UN SOL DE HIELO", una de las joyas que incorporé a mi laberinto. Sólo alguien con un corazón cálido, como el de ella, puede escribir notas tan sensibles sobre ese sol de hielo, compartido por muchos de sus lectores. Desde ya, te agradezco por compartir, con todos los que leemos tu blog, las notas que vibran de tu alma y que se escapan de tus manos para iluminar mis laberintos u oscurecerlos aún más.
Débora nació el 6/6 (de un año que, por caballerosidad, no revelaré), pero no es el Anticristo, aunque a veces debo reconocer que, cuando esta mujer escribe pareciera estar poseída por más de uno de mis demonios. Sólo de esa manera puedo llegar a explicar que conozca tanto del sol de hielo que late en mi laberíntico pecho.

¡Deseo para vos, un muy FELIZ CUMPLEAÑOS!

A través de este pequeño agasajo, quisiera seguir la tradición, por ella pergeñada, y presentarla por aquí a quiénes todavía no la leyeron y, confesar, ante los que la conocen, cuál fue uno de los tantos textos de ella, que me parecieron profundamente admirables. Con ustedes:

NUESTRO HIJO
(por Débora Hadaza García Díaz)

Después del embarazo más corto y riesgoso de la historia, y del parto, más sangriento que una entifada, nos entregaron un bebe pálido, pequeño como un suspiro, y de ojos cerrados como cielo de invierno. Eras tan feliz, ni siquiera las paredes peladas y la heladez de la casa te quitaban la sonrisa de la boca, ni siquiera el silencio del niño, ni tampoco la fuente incesante de sangre en la que yo me había convertido.
Lo alimente, eructó dos veces y dejó de respirar. Tu pasabas horas contemplándolo, yo le temía, me daba horror esa carita de ángel, pálida, casi transparente, cuando lo amamantaba apagaba la luz y me cubría por lo helado de ese cuerpecito que nunca se calentaba. Hasta que un día mi cuerpo cedió al espanto, no pude alimentarlo más, cada vez que me lo acercabas empezaba a temblar y la leche se iba; tu no entendías nada, fuiste comprensivo pero no entendías nada, yo no tenía palabras para explicarte que era horrible lo que me pedías, antinatural, casi diabólico; pero como decírtelo si por fin eras padre, si por fin tenías a tu hijo en brazos, si por fin nuestro amor había dado fruto...
Entonces algo aún más extraño, bizarro, enfermo, amorosamente bizarro y enfermo sucedió. Yo te alimentaba a ti, y tú después lo alimentabas a él. Era un rito deme
ncial, demasiada pasión, demasiada lujuria, extrema gula; el monstruito, que nunca lloraba, que nunca se movía, que nunca abrió los ojos, abría su boca y comía, tomaba la leche que yo te daba a ti; y tu te sentías feliz, el mejor de los padres, el más amoroso de los hombres; cada tres horas, la alucinante escena se repitió, cada día, cada semana hasta cumplir un mes.
Tu no lo veías, pero no sé como no lo veías, su rostro pálido se tornaba cada día más azul, muy azul; su frío cuerpo cada vez era más poroso; yo ya no soportaba más, lo cargabas, le cantabas, lo alimentabas, y el olor a rosas muertas llenaba cada rincón de la casa, una bruma espesa nos impedía ver a un metro de distancia, el terror iba en aumento, ya no era posible vivir así, ni siquiera, por Dios, sabía si estaba viviendo. Lo enfermo de esa situación me taladraba la cabeza; pero sobre todo su llanto, su llanto a boca cerrada, su llanto lejano como si llorara la tierra, las raíces de los árboles, los fundamentos del mundo, me aterraba amor, ya no podía callar más, un mes había pasado, un largo mes de ceder a la locura, ya no podía d
ejarte creer más, ya no debía dejarte creer más. Asi que cuando te acercaste esa noche a beber de mí, te grité: ¡Que no ves que está muerto!
Me miraste con más odio que mil perros juntos, te levantaste como rayo, corriste a la cuna y gracias a Dios el milagro se hizo; cuando tocaste su carita, esa hermosa carita de ángel caído, comenzó a deshacerse como harina entre tus dedos, trataste de cargarlo y todo su cuerpecito se desbarató en gusanos, blancos y suaves, pero gusanos al fin. Yo pensé que ahí terminaba la locura, que lo enterraríamos y lo intentaríamos de nuevo; pero no, tu saliste corriendo, gritando, te seguí, te seguí cuadra tras cuadra, pero la mucha sangre que había perdido no me dejo avanzar, caí en la mitad de la calle, y después de muchos días no supe nada de ti.
Un jueves de alguna tarde te trajeron. Te vi pálido, casi transparente, con
el cuerpo helado como un témpano, me cubrí con la más cálida de todas mis frazadas, apague la luz y te alimente.

Fotografía: "Vanita vanitatum et omnia vanitas" de Emil Schildt