El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

domingo, 10 de junio de 2007

ELLOS Y EL ENCUENTRO (Primera Parte)



Imagen: "Hombre y Mujer" de Marián Angulo

Los perros ladran en las noches, para espantar los fantasmas. Pero hay algunos que se vuelven carne y que, ni toda el agua bendita del mundo sería capaz de exorcizarlos. Y si de fantasmas se trata, no hay nada peor que aquellos que se hacen llamar recuerdos. Esos se impregnan en los sentidos, te comen los ojos, se cuelan en tu nariz, te murmuran en los oídos, te dejan su gusto en la lengua, te queman la piel, te quitan el equilibrio.
La noche empetrolaba los cielos que, sin vida, se desangraban. El frío y la llovizna leve no podían detener el paso del tiempo. Con tantos infiernos terrenales, ni los muertos se animaban a dejar sus tumbas y silencios. Los gusanos se congelaban en las carnes putrefactas, y las células también.
Él, un joven de 24 años, recién recibido de Licenciado en Sociología. Él, ser que deambulaba entre la institución mental, y su hogar, de entes en silencio. Él se debatía entre la depresión diagnosticada por un psiquiatra a sus 19 años, y su intento por vivir, cuando creía que, tal vez, hacerlo no sería doloroso.
El mundo no estaba hecho para él. Todos y todo lo aburrían. Detestaba rodearse de personas, por que creía a todos extremadamente superficiales. Odiaba el mundo y se odiaba a él por no tener el valor de cambiar aquello que le molestaba.
Internet le había dado una esperanza. Esconderse tras un teclado, tras un monitor, en la comodidad de su hogar, le otorgaba más de un beneficio. Internet era su escudo, una red de palabras vacías que creía manejar a su antojo. Era un espacio sin lugar, para encontrar personas que pudieran sentir como él.
Así había llegado ella a su vida. Los chats se hicieron cada vez más frecuentes. Las horas frente a la computadora pasaban más rápido que la felicidad. En ese, su mundo virtual, algo podía cambiar.
Desde que la conoció, supo que ella tenía algo especial. Al mes, las pastillas recetadas por el psiquiatra habían sido relevadas de su función. Ella le quitaba las penas. Ella le permitía hablar sobre lo no hablado; ella cubriría sus faltas; ella lamería sus heridas, hasta cerrarlas.
Ella cumplía 37 años el trece de Junio. En ese frío extremo, la casa le quedaba grande y ella se sentía más sola que de costumbre. Los fantasmagóricos recuerdos la estrangulaban por las noches, circulaban como vidrios por sus venas, desbordaban sus ojos, la penetraban hasta hacerla estallar en gemidos cabalgados por la angustia.
A su esposo lo había echado de allí hacía más de un año, cuando todo había empezado. Todavía lo amaba, pero él era demasiado estúpido como para darse cuenta. Hijos no habían tenido, hasta ese momento; ella no había podido cultivar frutos en su vientre. Su esposo había dicho que no importaba, y esa había sido la primera de las mentiras. Luego, ella le había dicho que ya no lo amaba, para que él se alejara y no sufriera a su lado. La soledad había sido su elección, como ofrenda a los dioses, a cambio de salvar a su esposo del dolor que sentiría si se quedara con ella.
Ahora, ella arrojaba el humo del cigarrillo que fumaba, con la sensualidad con que lo haría la más diva de Hollywood. Las cenizas caían de su mano sobre el escritorio. Las lágrimas se abalanzaban sobre el teclado, como lo hacían las gotas de lluvia en un verano que parecía muy lejano. Los recuerdos se le escapaban de las venas y la hacían sangrar. Todo terminaría pronto, lo sabía, la ciencia no estaba de su lado. Mientras tanto, veía como se deslizaban en la pantalla de su computadora, las letras que él escribía.
Ellos se habían conocido por Internet hacía cinco meses. Él, que no tenía más ocupación que la de la lectura, la había cautivado con sus palabras, sus ocurrencias, sus juegos y sus redes. Ella, lo había capturado con su misterio. La seducción siempre empezaba a través de una pregunta, y él tenía todas por que ella no regalaba ninguna de sus respuestas. Él había mentido con su edad, había dicho que tenía 27 años y usaba fotografías de su hermano mayor, al que más se parecía. Ella había elegido creerle. Ya no tenía nada que temer, todo ya estaba perdido.
Ese día, acordaron la cita para el día siguiente. Ella lo esperaría a las diez de la noche, con su plato preferido y las copas de vino vacías, que él se encargaría de llenar. Él estaba ilusionado. Él estaba feliz. Había empezado a creer. Ella estaba resignada, pero dispuesta a disfrutar con él.