El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

martes, 17 de febrero de 2009

DE PERDER Y ESTAR PERDIDO


No sé cuántos años tenía. Si sé que era un niño. Sólo recuerdo que me trepé a un banquito y que llegué hasta el último estante del armario. Creo que estaba solo en la habitación, pero no estoy seguro. Nunca pude estar seguro de nada. Siempre estuve perdido. Lo que si sé es que me había escapado de la vista de los demás; o tal vez, ya por entonces, ellos me habían expulsado de sus ojos. No sé por qué lo hice. Tiré todo. Nada hizo ruido. Decenas de remedios se extendían ante mí. Me senté, empecé a abrirlos uno por uno y tragué pastillas y bebí jarabes. Ni todas esas drogas anestesiaron los dolores que vendrían años más tarde. Me dieron de tomar leche pura, caliente; justo como a mí no me gusta. Esa noche vomité.

Soy un caballo. Un caballo blanco, que no es el de San Martín, ni el de nadie. Un animal que corre como si su vida dependiera de ello. El viento es atravesado por mi cuerpo. Mis cuatro patas rasguñan la nieve y la arrojan detrás de mis pasos galopantes. Me duelen las piernas pero sigo corriendo. Más y más. Muchos caballos me siguen, pero no pueden alcanzarme. Les llevo muchos metros de ventaja. Algo se rompe en mí. Todo se rompe cuando es frágil. El dolor me sube desde una de mis patas. Va transportándose por todo mi cuerpo, mientras siento la dureza del camino estrellándose contra mi pecho. Me caí. El dolor se vuelve sangre y coloniza cada una de mis células. Todos los caballos pasan por arriba de mi cuerpo blanco llenándolo del lodo que se esconde debajo de la nieve. Soy sólo una mancha blanca, perdido entre tanta nieve, lleno de pisadas; que ve como todos los demás caballos me van dejando atrás.

Estamos en un hotel alejamiento lujoso, pero tus sentimientos hacia mí son pobres. No pasó nada. No hay nada. No habrá nada. No. No. No. Estamos llenos de vacío y de silencios. ¿Qué tenemos en común más que la soledad que nos separa? Miramos, una vez más, al techo. Tus manos arman un nudo de lágrimas en mi garganta comprimida. Tus dedos tocan sobre mi cuerpo los acordes de mi melodía más triste. Mis labios se marchitan sin la humedad de los tuyos. Reís. Nunca sé de qué te reís. Tal vez si lo supiera dejaría de compartir con vos el lecho. Me invitás a dónde sabés que no voy a acompañarte. Lo hacés sólo para que, una puta vez en la vida, pueda decirte “no”. Sé que vas a continuar lo que interrumpiste conmigo. Me duele saberlo. El preservativo se desenrolla, se hace un nudo y se arroja a la basura. El preservativo sin semen, perdido en la basura, una vez más, soy yo.


Toco tu puerta. Estás en la cama y me cuelo entre tus brazos. Te abrazo fuerte. Muy fuerte. Más fuerte. Quiero deshacerme entre tus brazos. Quiero dejar de ser hielo y convertirme en el agua que lave las heridas de tu cuerpo. Quiero que me bebas, pero no podés pues soy agua contaminada. Soy un líquido tóxico, viscoso, que penetra por las venas causando dolor hasta ser vomitado en forma de lágrimas. Te hago mal. Lo sé. Ayer quise sembrarte pétalos en los ojos. Hoy excavé en ellos hasta destruir tus napas de agua subterránea. He perdido la batalla. Perdón, nunca quise que lloraras con mis lágrimas.


No aguanto más. El dolor se vuelve omnipresente. Días sin bañarme, sin animarme a salir de la cama. Arrastro mi cuerpo hasta el baño. Las lágrimas, viejas compañeras, llegan antes que la lluvia de la ducha. Me mojo con mi sal. Y todo vuelve a empezar. Me acuesto en la bañera en posición fetal. Cierro los ojos mientras siento como el agua cae tan fuerte sobre mi cuerpo, que es como si la vida me estuviera pegando patadas en el piso. El mundo me aplasta los hombros. No sé dónde está el mundo. No sé dónde estoy yo. Estoy perdido. He gritado silencios que nadie ha escuchado. Mi voz está desgarrada. Me retuerzo de dolor, como lo hace una babosa cuando se desliza sobre un manto salado. La respiración es una ola que me viene y que se va. Estoy cansado de que el dolor ya no me entre en el cuerpo. Lo libero de mis venas. El piso de la bañera se cubre de rojo.