El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

domingo, 17 de agosto de 2014

EFIMERO


Todo está pasando aquí y ahora,
aquí y ahora. 
("Aquí y ahora (los primeros tres minutos)" de Gustavo Cerati)

La puerta se abre y, como tantas otras veces, de ambos lados de la entrada asoman tímidas sonrisas, incómodas, extrañas, urgidas, expectantes. Llevaban ocho meses sin saber nada de sus vidas. El tiempo había transcurrido disfrazándose de preguntas, nostalgias y silencios. Muchas veces se habían pensado y, ahora mismo, finalmente el reencuentro premiaba la espera.  

Las miradas se cruzan, dialogan, y los ojos se besan a lo lejos. Sonríen en silencio, cómplices de ese momento tan tenso como bonito. No se necesitan palabras cuando irrumpen los abrazos. Y, nuevamente, se anuncia el perfume de esa piel añorada. La textura de esas manos es reconocida por las propias. La comodidad de ese cuerpo deviene en alivio metafísico. La tibieza de ese cuello es el único verdadero abrigo. 

Las sonrisas danzan libres en los rostros. Ahora sí los labios se rozan, se zambullen, se exploran, se reconocen, se saborean, se muerden, se aprietan y se enredan primaverales, como flores sobre un árbol, tras un largo y duro invierno. 

La urgencia no admite separación. Ni siquiera para el minuto que tomaría el deshacerse de la ropa. Los cuerpos se reencuentran en los ojos, en la memoria alimentada por cada estímulo a los sentidos, en un nuevo abrazo aplastante, gigante e ininterrumpido. No dicen nada, aún no han dicho nada, ¿para qué hablar si las palabras estorban y ya está todo dicho?

Finalmente, la desnudez emerge tan necesaria como la lluvia sobre un campo seco. La cama es el campo. Los cuerpos juegan a alternar entre sí el ser hierbas o gotas de agua. Lentamente vuelven a sincronizarse con milimetrada exactitud. Sudor. Respiración agitada. Palpitaciones. Besos con sabor a vino. Calor. Lunares. Mucho calor. Orgasmos. Ternuras.  De fondo suena Cerati. En el piso un libro de Onetti. Tal vez sí fue amor; efímero, aunque durara tres minutos o cien años.

La temporalidad siempre se apropia de las cosas y, otra vez, el cielo se cubre de silencios. Las sonrisas, derrotadas, abandonan los rostros. La soledad, triunfante y caudalosa, rompe las represas de los ojos. Pronto ya no oirá su risa en esa casa y el silencio se convertirá en un vacío inmensurable y omnipresente. 

Ya fueron expulsados al  otoño. El cielo, convertido en cenizas, se vuelve más gris que la tristeza. El piso se cubre de hojas resquebrajadas. Cierran los ojos mientras se dan ese último abrazo, que llama a ese también último beso. Se miran y, aunque mudos, se hablan. Sonríen tristes, resignados. La puerta se cierra. La tibieza se retira de los cuerpos. El frío llena los bolsillos. Bajan la mirada y caminan, tal vez para siempre, en direcciones contrarias.