El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

jueves, 26 de abril de 2007

LA NIÑA A LA QUE NO DEJARON JUGAR


Ella lo amaba y él la explotaba. Ella lo idolatraba y él la despreciaba. Ella se sometía y él se bañaba extasiado en su poder. Los dos estaban recostados en esa cama que olía a transpiración, a sangre, a tristeza, desamparo y olvido. Las manos de él jugaban entre sus pechos marchitos, revestidos por la saliva de miles de hombres que le escupieron su dinero. Él se quedaba con un alto porcentaje; ella se quedaba vacía, a ella se le escapaba la vida.
Él tenía treinta y cinco años y le había prometido una mejor vida; ella quiso creerle, aunque sabía que, como todos, él también mentía. Ella tenía diecisiete años, pero sus ojos, sus senos, sus labios, y su piel se agrietaban y envejecían más con cada centavo ganado. Se habían conocido cuatros años atrás. Él había sido amigo de su padre; a él también se la habían alquilado.
La primera vez, ella estaba jugando en su cuarto con una vieja muñeca. No sabía por qué la habían dejado sola esa noche en su casa, ni tampoco entendía por qué el vecino de al lado había ido a visitarlos si sus padres no estaban. Pero minutos más tarde entendería y, ese mismo día, todo cambiaría. Su pesadilla había empezado.
Desde entonces, su padre vio en ella la salvación de la familia. Los amigos de aquel hombre disfrutaban de la niña y hacían con ella lo que no se permitían hacer con sus inmaculadas esposas. El padre se sentaba a la mesa, contaba el dinero y tomaba un plato de sopa caliente, mientras escuchaba gemir a sus amigos que deshojaban a su hija. Su madre, en silencio, retiraba el plato de sopa y acercaba el balde a la habitación para que los hombres se higienizaran. Abrazada a su muñeca de la infancia, ella lloraba pero entendía.
Él empezó a ir un año más tarde y luego, volvió una y otra vez. Era el único que le sonreía, el único que le regaló una rosa cuando cumplió sus quince años. Ese día, luego de regar con su semen pútrido el cuerpo, la abrazó y quedó dormido a su lado regalándole una noche de libertad y de sueño. Ella, sumida en ese desamparo, vio en él la única luz de esperanza. Pero pronto se apagaría.
A partir de sus quince años, ella lo esperaba ansiosa, sabía que una vez por semana él la visitaba y le traía chocolates, flores, abrazos y sonrisas. Ella empezó a maquillarse, a perfumarse, a esperar lo imposible. Ella lo amaba, él la usaba.
Una noche, un cliente borracho se excedió, hizo uso de una parte del cuerpo adolescente que le estaba vedada. Ella gritó, pero el padre no quiso escuchar, sólo se encargó de cobrarle más cuando el cliente salió de la habitación. Una hora después llego él. Ella lo abrazó y, llorando, le contó lo sucedido. Esa noche él se la llevó de allí para siempre.
Ahora, todo eso había quedado en el pasado. El salvador se había convertido en un nuevo Amo. Sin embargo, él era el único que le había dado algo de protección, algo del cariño por el que ella imploraba. Desde entonces, fueron muchos hombres más los que le arrojaron su semen, como si ella fuera una escupidera siempre dispuesta a vestirse con células muertas.
Pero esa noche, todo cambiaría. Esa noche, ella volvería a tener vida. Tenía un atraso de dos meses, y ya no había lugar para la sospecha. La certeza ya latía en su vientre oscuro, amargo, y marchito. El capullo de una rosa florecía en el desierto gélido al que se accedía a través del dinero. Ella quería regalarle su rosa para hacerlo sentir tan bien como él la había hecho sentir a sus quince años.
La niña muerta podría nacer como madre. Por fin tendría a quién querer, a quién proteger, por quién aguantar. Nuevamente una luz de esperanza alumbraba la oscuridad de la tumba a la que había sido arrojada por sus padres.
En esa cama, maltrecha de tanto uso, ella miró cómo él jugaba con sus pechos fríos y le dijo que pronto, esos mismos senos se llenarían de leche que alimentaría su sueño. Pero ella no podía imaginar que el sueño no era compartido.
Por los ojos de él se asomó el demonio. La ira tensó cada músculo de su rostro. La violencia estalló como un volcán dispuesto a arrasar con todo. Primero le pegó una trompada y, cuando ella cayó al piso de tierra, con una patada le arrancó el capullo de rosa que latía en su vientre. Ella quedó inconsciente, él se fue a tomar al bar de siempre.
Cuando ella despertó, sintió la necesidad de ir al baño, pero el dolor se lo impedía. Fue arrastrándose hacia el escusado y, como pudo, logró incorporarse. Las pequeñas cucarachas rápidamente se escondieron en sus recovecos. El olor ácido y penetrante del orín de los hombres que compraban su humillación, le agitó el estómago hasta hacerla vomitar. Se sentó en ese viejo inodoro, sucio como un basural, y vio como se escabullía entre sus piernas la sangre de su única esperanza. Como pudo, salió de ese lugar y se sentó en el escalón de entrada de la casa con su vieja muñeca entre las manos. La niña a la que no dejaron jugar, no paró de llorar hasta que un grito le inundó el alma y lo vomitó haciéndolo escuchar por todos aquellos que habían elegido callar.

miércoles, 11 de abril de 2007

POSESIÓN


Te deseo por que no puede tenerte. Sé que mañana a la mañana tomarás ese avión y te irás, y yo me quedaré desnudo, vestido sólo por tu saliva, tus aromas y tu recuerdo. Te llevarás mis labios que marchitarán sin la miel con la que me riega tu lengua. Te llevarás la ilusión que me diste y que se derrite con el fuego que encenderemos esta última noche para convertir en cenizas tus sentimientos deshilachados.
Te irás y no podré protegerte de tus temores, de tus fantasmas, de tus deseos incesantes de morir, de los fármacos que anestesian la angustia constante que esculpe la tristeza que embellece tu mirada.
Te acercas a mí. Me traes tu sonrisa tierna, inocente y suspicaz, como si hubieses cometido una travesura por la que no podré reprenderte. Me besás y tu lengua me duele por que anticipo su ausencia. Me desespero. No quiero que me dejes, no quiero que te vayas para no volver. No quiero que te toque ni si quiera tu ropa, quiero que me lleves en cada pliegue de tu piel. Quiero ser el demonio que te posea para que, de tu boca se escuchen mis palabras. Con la furia de mis celos sin sentido, y el deseo de apropiarme de cada centímetro de tu piel, de cada poro que me embriaga con tu perfume de otoño, te arranco las prendas que te visten. Esta última noche te haré escalar cada peldaño de mi cuerpo hasta que alcances el cielo y levites con alas de lujuria y de placer.

La pasión fue irrefrenable. Estuvieron juntos durante horas, jugando con sus cuerpos como si fueran niños descubriendo mundos en dónde alojarse. Inventaron nuevos artilugios para proporcionarse los más exquisitos recuerdos, para dejar marcas que trasciendan el tiempo y la distancia. Dibujaron, con sus lenguas de fuego, huellas en la piel del otro para apropiarse mutuamente de sus pensamientos cuando no estuvieran juntos. Se domaron, se mordieron, gimieron, se aturdieron, se evaporaron.

Caigo rendido en la cama maltrecha, de sábanas desperdigadas, de caos anárquico. Te beso, te acaricio, te arrullo entre mis brazos. Cierras los ojos, me acaricias mientras empiezas a dormirte y yo, te abrazo por la espalda, beso tu nuca y lloro sin que te des cuenta.
Tengo los ojos cerrados. Siento tus lágrimas goteando en mi espalda, la sal de tu tristeza me incendia las heridas abiertas por el pasado. Debo irme aunque no puedas entenderme. Pero, aunque pudiera, (y repito, no puedo), no sé si quisiera quedarme. Esperás de mí algo que no puedo darte y, mis ganas de morir son más grandes que el amor que prometés, deseás y confiás en generarme. Siento tu carga en mis hombros, siento que aunque me vaya lejos, sentiré tus ojos reprochándome el vacío que dejaré a tu lado en la cama. Y yo, yo no puedo soportar esa angustia.
Mientras dormís, buscaré tus pastillas, las disolveré en el jugo de la mañana para que pierdas el vuelo. Al despertarte, descubrirás cuánto te amo por que verás hasta dónde llegué para retenerte. Abro el cajón de las pastillas, saco las cajas y descubro que están vacías. Voy a buscar a la basura y descubro que no las arrojaste. ¡¿Dónde están tus pastillas?! Me sobresalté… ¿y si en realidad mañana no viajabas?, ¿y si en realidad esta era la última noche por que finalmente decidiste morir? El sólo pensarlo me inquietó, empecé a sentirme mal, quise correr hasta la cama para despertarte pero la vista se me nubló, mis piernas se debilitaron, los ecos de mis gritos clamando por tu nombre me sonaron extraños, lejanos y caí…
Yo te avisé, yo te dije que no podría soportar la angustia de tu mirada, de tu espera por mi retorno que nunca se produciría. Sólo puedo matarte para poderme ir libre de vos. Sólo puedo matarte para postergar la muerte asfixiante que me esperaba cuando me apresaras en tus labios. Me diste tu vida, me entregaste tu amor, poseo todo, hasta tu muerte.