El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

lunes, 1 de diciembre de 2008

FRIALDAD

Imagen: "Elena's training" by Igor Amelkovich

La ciudad transpira y se rinde ante el calor sofocante de verano. Es una tarde húmeda, pesada, de esas que adhieren la ropa al cuerpo. No corre ni una leve brisa y el fuego quema las carnes. Las bocas piden la frialdad de alguna bebida helada que apague los incendios gestados en las gargantas. Pero los médicos dicen que hay que tener cuidado, pues tanta frialdad puede llegar a enfermar.
El amor a veces se olvida del clima. Aldana está abrazando fuertemente a Germán, como si quisiera sujetarlo a la vida. Ella tampoco encuentra sustento, pero uno siempre piensa que el otro está peor que uno. Aldana sabe que no puede darle nada, pero también sabe que daría todo para que él se sintiera amado. Hace calor, pero ella necesita sentirlo pegado a su cuerpo, pues siempre se tiene miedo de perder aquello que no se tiene.

Están sentados en la cama de él. Germán descansa de espaldas a Aldana, mientras ella tiene el torso de él, rodeado entre sus brazos. Él, pese a que es mucho más alto que ella, parece un niño que apoya su cabeza en el pecho de una mujer que le brinda protección. Germán, mientras habla, toma la mano pequeña de Aldana entre las suyas. Le cuenta que se quedó nuevamente sin trabajo y que le va a costar pagar el alquiler del departamento, pero que no volverá a la casa de sus padres. Le dice que tiene miedo, que a veces se asusta de sí mismo y que desearía que las cosas fueran más fáciles. ¿Es que hay alguien que no desee eso? Y sin embargo, siempre nos empeñamos en complicarnos.
Le describe sus pesadillas, esas que le traen los recuerdos de los maltratos de su padre en la infancia. Le cuenta la frialdad de aquel hombre y del silencio, igualmente frío, de la madre. Germán, un hombre que sale a pelear a la vida, se transforma de repente en un niño indefenso paralizado ante el terror al padre. Aldana, una mujer con sus problemas, pero siempre débil, se vuelve la mujer que cobija al niño de sus miedos.
Germán, teniendo siete años, ya sentía ese terror ante el padre. Fue ese terror el que, una vez, lo hizo temblar y derramar el té de la taza, durante el desayuno. Su padre le arrancó bruscamente la taza de la mano, le grita, lo humilla y el niño sólo puede pedir perdón, mientras llora. La taza vuela y se estrella contra la pared. La confianza del niño también. Germán siente las manos gigantes de su padre que le tiran del pelo hasta derribarlo. El niño siente el dolor del primer puñetazo en su inocente espalda. El niño experimenta la traición y empieza a sentirse la peor basura. El miedo explota luego del tercer puñetazo. Los gritos de la madre son tímidos y se muestra incapaz de frenar la frialdad de su marido. Germán le cuenta a Aldana de esa patada en el estómago, de su falta de aire, y su orina mojando sus piernas de niño. Le cuenta de su vergüenza, le cuenta de su miedo, le cuenta de su impotencia. También le habla de la ducha fría, de la humillación de estar tan desnudo, tan frágil y tan niño, ante su padre. Le cuenta de estar tiritando de frío, y de llorar por ser tan niño y sentirse tan poco querido.
Aldana lo escucha en silencio. Ahora es ella su madre. Ella es quien repara la omisión de la otra mujer. Siente a ese niño temeroso entre sus brazos. Sus ojos se llenan de lágrimas, y una de ellas cae sobre la mejilla de Germán, que le dice que quiere llorar pero no puede. El joven habla de sí mismo como si hablara de otro. No puede asociar a ese niño consigo mismo. No siente autocompasión, pero sí odio, aunque uno distinto, uno que se ha enfriado en sus venas y que no emerge en la voz cuando narra su pasado.

La joven vuelve a abrazarlo fuerte, buscándole infundir ternura, protección, amor y seguridad, pero él no puede corresponder a ese abrazo. Aldana se atreve a hablar y le pregunta qué siente. Él es sincero y contesta que ya no siente nada. Es que los golpes duelen, pero también anestesian. Germán piensa unos minutos y vuelve a hablar, pero esta vez con un volumen de voz más bajo. Vuelve a decir que a veces tiene miedo de sí mismo, pues él podría ser como su padre. El joven comete un primer error, pero no puede saberlo. Aldana no entiende, se perturba, se inquieta, y pregunta un tímido por qué. Germán, manteniendo su tono monocorde, le cuenta que a veces siente la necesidad de golpear y maltratar a seres más débiles e inferiores a él. La joven escucha estupefacta, mientras él continúa hablando, contándole con frialdad que su gato se escapó cansado de recibir golpes.

Aldana, sintiéndose más débil e inferior que Germán, no puede dar crédito a lo que escucha. No entiende como aquel hombre que la besó con tanta dulzura, puede ser capaz de algo semejante. La joven siente miedo, mucho miedo, y la sensación de abrazar a un desconocido que se transforma en peligroso. Hay algo en ella que le dice que ese hombre es oscuro; algo le dice que tendrá que cuidarse. Algo empieza a despertarse en ella.
Sin embargo, ve en Germán una lágrima, y luego otra, y otra. Y ahora el joven dice que no quiere ser así, que es infeliz, que desea olvidar todo pero que no puede, que necesita algo del amor que no tuvo en su infancia. Y es ahora él quién abraza fuertemente a Aldana, mientras ella vuelve a sentir deseos de cuidarlo, de ayudarlo, de amarlo. Y se abrazan fuerte, muy fuerte, hasta sentir que sus huesos se rompen en los brazos. La joven acaricia al hombre herido, besa suavemente sus lágrimas, sus ojos, su frente y él se deja besar.
Aldana, que parece ser tan pequeña, se vuelve grande. Se quita la remera, desprende su sostén y lleva a Germán hasta sus senos. Él los lame, los besa, los muerde suavemente, los acaricia, los aprieta y los vuelve a lamer. Su boca se llena de gusto a mujer y el sabor amargo de su vida se endulza. Germán recorre los pezones con su lengua hasta que están erectos. Ella se quita la falda y se desnuda por completo para entregarse totalmente al hombre. Él acaricia sus caderas, mientras besa su ombligo. Ella abre sus piernas y siente la lengua de Germán buscando su clítoris. Él se desnuda rápidamente y guía la boca de ella hasta su miembro. La pasión los desborda. Las manos se gastan en la piel ajena. Las lenguas crean pasadizos y recovecos. Los sexos se dilatan, se humedecen, se invocan. Los cuerpos pierden sus límites, mientras se muerden, se chupan, se tocan y se aprietan. Germán se siente poseído, es un demonio deseando pecar, y necesita con vehemencia internarse en el cuerpo de Aldana. Le abre las piernas, sujeta sus manos entre las suyas, muerde sus pechos y rápidamente está en ella moviéndose aceleradamente. Aldana le dice que pare, que está siendo muy brusco y la lastima. Pero Germán sigue aunque su rostro evidencia enfado y desprecio. Aldana vuelve a escuchar, en su interior, que Germán es peligroso, pero lo observa nuevamente y comprueba que se detuvo. Empieza a acariciarla muy suave y tiernamente, y acaricia con sus labios los de ella. Ahora lo hace suave y lentamente al principio, acomodándose entre las paredes aterciopeladas de Aldana. Ella, ahora, disfruta, y él también. El ritmo empieza a crecer según los deseos de ambos y, lo que era suave y lento se va transformando en fuerte y rápido, mientras ambos se acercan más y más al orgasmo. Los gemidos tapizan los oídos. Ella se contornea, gime, se humedece más y él acelera hasta sentir que explota e inunda todo en ella. La respiración y las pulsaciones decrecen. Se abrazan y besan suavemente. Germán cierra los ojos y le dice a Aldana que está cansado y que desea dormir aunque sea media hora.

Aldana se siente extraña. Experimenta un pequeño dolor en su vagina. Se levanta, va al baño, se mira al espejo y nota magullones en sus senos. Se higieniza y descubre que tiene una pequeña lastimadura. Recuerda la expresión sádica en el rostro de Germán, mientras la penetraba violentamente. Escucha nuevamente lo que le dijo sobre el gato. Y Aldana vuelve a sentir mucho miedo. Aldana es Germán a los siete años y Germán es su padre, en ese instante. Algo habla en Aldana y le dice que no debe volver a compartir la cama con él. Se empieza a sentir estúpida al no haberse ido apenas pudo. Teme que todo pueda empeorar y dicen que uno siempre condiciona lo que teme.
Hace calor, y más aún luego de tener sexo. La joven tiene sed y va a la cocina. Abre la alacena y saca un vaso. Busca en la heladera la botella de gaseosa pero no la encuentra. Se acuerda que Germán tiene la costumbre de guardar la bebida en el freezer. Lo abre sin saber que está abriendo la caja de Pandora. Lo abre sin saber que todo se desencadenará en un instante. El horror se apodera de ella, la penetra más violentamente que Germán. El miedo la golpea más fuerte que el padre del joven. La crueldad se materializa y ella siente que se vuelve un nuevo gato de Germán. Aldana se exaspera, y quiere gritar pero hacerlo despertaría a su novio. La joven llora mientras ve al gato muerto que la mira congelado, al lado de la botella de gaseosa. Ella no quiere estar en el freezer, ella no quiere llenarse de frialdad. Las voces empiezan a aturdir. Ellas nunca se equivocan, aunque los médicos digan lo contrario. Ellas son dueñas de certezas y esta vez, Aldana cree ciegamente en ellas.
Germán duerme profundamente. Está cansado, pues no tuvo un día fácil. Lo despidieron del trabajo y se puso a invocar a los fantasmas del pasado. Recordó y los recuerdos le siguen doliendo, pues pegan fuerte como lo hacía su padre. El sexo fue un oasis en medio de ese día de vida desierta. Pero las aguas que tomamos para enfriar nuestras gargantas, a veces tienen veneno. Ahora el joven escucha un ruido. Se despierta, abre los ojos y observa a Aldana mirándolo desencajada. Germán no entiende nada, pero ya no importa, pues está sintiendo la frialdad de un cuchillo que se clava una y otra vez sobre su espalda.

lunes, 7 de abril de 2008

Μορφεύς


Imagen de Jan Saudek

Noche típica de otoño. La lluvia, leve, golpea la ventana cerrada, buscando entrar una vez más en mi alma mojada. El plomo tapiza los cielos vacíos, que se agrietan ante la sequía de esta pantanosa rutina. Y yo, yo estoy aquí esperando hacer grandiosa esta noche, que no me ha prometido nada pero que, deseo, me dé todo. Vení conmigo, que yo te espero. Vení conmigo, que yo siempre te estoy esperando...

Hoy la oscuridad se adueñó de mis ojos ausentes, pero aún así te han encontrado sin buscarte. Desde hace mucho tiempo me hacés falta, pero desde hace meses había empezado a resignarme, y fue justo allí cuando te vi. Súbitamente supe que, como todo lo que está destinado a cambiarnos, sólo podías aparecer cuando hubiese dejado de esperarte. Y ahora, que estás acá, siento que ya no puedo dejarte ir aunque te vayas.

Vení, dale, tomá mi mano y venite conmigo. Traé algo de luz a mis desiertos oscuros. Levantá las baldozas con la firmeza de tus pasos. Internate en el laberinto y derribemos nuestras murallas con gritos silenciosos. Vení, creemos los caminos para encontrarnos cuando nos hayamos perdido. Vení, que tengo para darte el hilo de Ariadna, sólo seguí el sendero hacia lo desconocido, pues allí me vas a encontrar dispuesto a encontrarte.

Esta noche venís a jugar conmigo, traés tus miedos y yo te ofrezco los míos, es que no se puede disfrutar cuando uno teme. Te llevo a mi cama, mientras miro a tus ojos y rastreo las marcas que dejaron tus tristezas. No tengas miedo a las noches sin lunas, pues hoy seré sol en tu madrugada e inundaré de luz todo lo que tienes oscuro.

Las sábanas no alcanzan para cubrirte del frío, sólo tengo para darte mis abrazos tibios. Desnudate, nada importa, pues te vestiré con mi piel y te levantaré altares con mis huesos. Desnudate, que quiero conocer tu cuerpo tanto como te conozco el alma.

Dejame entregarme, que esta noche quiero endiosarte y creerte todo, para convertirme en tu más fiel devoto. Te prendo velas en el cuerpo y te rezo, te imploro, te agradezco y te fecundo de deseos, para ser yo quién los mate y los engendre de nuevo. No tengo nada más para darte que este cuerpo, sus palabras, sus bordes, y silencios. Aceptá toda esta ofrenda, dejá que me sacrifique esta noche, que quiero rescucitar, mañana, en tu gloria.

Ahora dejás que te de luz con mis ojos, mientras endulzo tu sangre con mis besos, antes dolorosos. Despacio voy sintiendo tus labios y los lleno de pequeños besos, para adueñarme de ellos con más pasión y recorrer, luego, cada espacio de tu boca. Ahora te abrazo, te abrazo muy fuerte hasta hacer de mi carne débil, fortaleza. Me entregás tu espalda y dejás que la siembre con mis flores, mientras te beso tanto que ahora sí, siento que te llego al alma.

Te acaricio, te toco, te huelo, te lamo, te muerdo, te beso y me pierdo en el humo de mis ilusiones que se queman. Me interno en la jungla de tu cabellera con mis manos. Me arranco los labios y los derrito en la caldera que llevas en tu abdomen. Me evaporas las penas con tu roce y tu piel se vuelve mi marca. Tus cabellos son lenguas de fuego que hierven la sangre y me hacen explotar las venas. Mi boca invade la tuya, te beso suavemente mientras sacío mi sed de vos con tu saliva. Te susurro en el oído todos mis deseos y usando mi lengua de pincel, te pinto el cuello con miel. Tus manos pequeñas se hacen dueñas de mi cuerpo. Tus brazos son la vida que se cuela entre mis poros. Tus piernas son las sogas que me atan al latido de tu pecho.

Me sumerjo en vos, me aventuro en tus recovecos, estoy dispuesto a cruzar todos tus mares y no me importa ahogarme, si sé que, luego, vas a estar para cuidarme. Te pido que me llenes de alas: cerrás mis ojos, besás mis labios, clavás tus manos, me impregnás de olores, y ya siento que vuelo. Es que yo a tu lado me siento capaz de todo, por que tu aliento se vuelve mi aire y con vos vale la pena respirar.

Te siento. Me sentís. Nos sentimos. Vibramos. Nos erizamos. Nos agitamos. Ascendemos a un cielo al que llenamos de gemidos. Ascelerás mis fluidos, el corazón se fragmenta, el cerebro revienta y el aire falta en nuestras bocas. Las vísceras se agitan y las almas se relajan. La miel explota en los cuerpos y el cielo nos arroja nuevamente a nuestro lecho. Hemos dejado de volar.

Te abrazo nuevamente, es que nunca me cansaré de hacerlo. Acaricio tu cabello, recorro con mis manos esos hilos que mueven mi cuerpo a su antojo. Te doy pequeños besos, como si fueran semillas que buscan germinar en tus sueños. Te cuido, te protejo, te arrullo, te hablo, te cuento historias y te quiero. Mis brazos no son míos, se vuelven de Morfeo y te dormís en mi pecho. Y yo, mientras tanto, me pregunto si en verdad se puede ser tan feliz como lo he sido.

Las preguntas sólo se hacen cuando de antemano se tienen las respuestas. El sentido sólo cae con el paso del tiempo, pues necesita volver atrás para encontrarse. Ya están las respuestas, aunque no las sepa, sólo se trata de esperar. Los ojos se cierran, más de lo que ya lo estaban, y ahora hay que dejar que llegue la mañana.

La luz del amanecer aparece arrastrándose por la ventana. El sol, grita, abre mis ojos y me muestra aquello que no he querido ver, ni escuchar. El sentido viaja rápidamente en el tiempo y cae tan rápido como las imágenes. Los dioses se vuelven sólo tótems. El sentido llega y todo pierde sentido. Es paradójico, pero esta vez la luz me llena de oscuridad. Es que los ojos ausentes, aquellos que encontraban sin buscar, se abren para ver que nunca encontraron nada. La cama, desierto enorme, está tan vacía como mi vida. Las sábanas no son tu piel ni la mía, son sólo telas que envuelven mi cadáver y lo encarcelan. La almohada no tiene el olor de tu piel, ni el de tu pelo. La almohada nuevamente vuelve a perder sentido. Y yo, nuevamente estoy derrotado ante la crueldad de una realidad que no tiene para darme más que sus imposibilidades. La ventana está abierta. Mi sueño huye por ella. Es que una vez más he soñado y una vez más he despertado para percatarme que es mejor que llegue Thánatos y que el dormir me de la paz de no tener que despertar nunca más, y ver que a mi lado no estás, ni estarás.

viernes, 21 de marzo de 2008

DE PECES Y DE AVES


Imagen de Jan Saudek


Los peces no deben mezclarse con las aves. Pertencen a mundos diferentes, con necesidades incompatibles, con imposibilidades varias.

Sin embargo hay peces que saltan de los mares buscando tomar un poco de aire cuando el agua los agobia. Es que todos necesitamos huir de nuestros mundos de vez en cuando. Pero el pez es sabio y sabe que aunque su vida en el mar le depare incertidumbres y amenazas, debe volver allí pues su cuerpo pertenece al agua.

Hay aves que también se sumergen en el mar buscando algunos peces. Es que volar, aunque sea nuestro sueño, también nos angustia. Tanta libertad y tanta altura pueden marear. Y es así como el ave necesita estrellarse, atraparse y hundirse en los territorios desconocidos de los mares. Hay aves que buscan en el mar un pez, aunque sólo sea para alimentarse de él.

Él ingresa y el mundo se detiene para ella. Viene escoltado por sus servidores, que parecieran custodiarlo como si fueran sus ángeles. Camina por el largo pasillo, que va ganando luz a medida que el trío avanza. Todos los miran, algunos les sonríen y les saludan, como si se tratasen de reyes. Ellos saben que deben ser humildes, pero el saber no suele estar del lado del deseo.

Todos se ponen de pie ante ella. Debe tener veinticinco años. Es hermosa. Su pelo castaño, cae lacio sobre sus hombros tímidos. Lleva una de sus manos a la parte baja de su cuello y la palma le abarca los latidos en su pecho. Tiene la camisa desabrochada e insinúa a los adolescentes sus senos. Él, luego de saludarla, se sienta al último. La mira y le sonríe desafiante. Los latidos en el pecho de ella, se aceleran.

Una ventana del messenger se abre. Es él que lo saluda. Viven lejos, nacieron lejos, pero se sienten cerca. La red de redes los cobija. Allí encuentran el espacio que el mundo real se resistió a darles. Pero a cambio, dejan de lado sus cuerpos y sólo se ofrendan palabras. Escriben durante horas, se ríen, se emocionan, sienten, se conectan, y se desconectan, aunque no estén offline. Uno de ellos ama, él otro no, y ambos lo saben. Son amigos, se conocen, son iguales, pero son muy diferentes. Toda diferencia es sexual dicen los psicoanalistas, y ellos lo saben sin saberlo.

Ella lo mira con pudor, sabe que no debería desearlo pero lo hace. Ve su rostro y los ojos se le llenan de flores. Ella quiere ser su salvadora. Quiere ayudarlo a llevar sus cruces. Pero ella tiene demasiado con la suya, pues su amor se traduce en flagelos que le abren la piel por donde aflora la culpa. Está de pie, rodeada de la gente a la que tanto teme, mientras respira el perfume de él cuando pasa a su lado. Lo ama y lo desea y sabe que él, también la ama a su manera. Pero la entrega es el agua que riega el amor, y él, ya se ha entregado años atrás. Ella sólo puede alimentar su amor del deseo, que germina en las tierras de la prohibición.

Él la está mirando. Tiene diecisiete años. Aunque sus amigos se burlen, todavía es virgen. Observa el sostén tras la camisa blanca que se deja traslucir. Ella lleva su mano al pecho, justo a aquel lugar que él tanto desea besar. Está de pie, saludándola junto a todos los demás. Sus fantasías explotan y experimenta una erección. Rápidamente toma asiento y disimula como se inflama el deseo entre sus piernas. Él sabe que ella lo está mirando. ¿Sabrá la mujer que su carne la llama? Él cree que sí, le sonríe desafiante y luego, con un gesto, le pide que se acerque.

A él no le importa tener un amigo homosexual que lo ame. El deseo es individual y cada uno hace de él lo que puede. A veces se pregunta qué pasaría si su amigo hubiese sido mujer. Cree que lo amaría y se lo ha dicho, pero aquel elogio filtrado por la imposibilidad, le llega al enamorado como un insulto. "Si vos fueras mujer, te juro que yo te amaría” y suena como un “te amaría a condición de que dejes de ser vos, y fueras otra". Entonces se pregunta, ¿qué es lo que amaría?, ¿se tratará del sexo como accidente o del ser como esencia? Se siente superficial, pero se justifica pensando que todos tenemos condiciones para amar.

Ahí está él, con un servidor de cada lado. Todos los otros están frente a ellos creyendo. Ella está entre los otros. Está sentada en la primer banca y escucha, de fondo, las voces entonando las típicas canciones. Él la mira y le sonríe. Ella lo mira y se le estruja el alma, mientras piensa "Padre, ¿por qué me has abandonado?". Están detrás del altar y la misa ha empezado. Una lágrima se escapa de los ojos de ella, mientras toma la cruz en su pecho y se pregunta por qué le está pasando esto a ella. Se levanta de su lugar y sale corriendo de la Iglesia.

Ella se acerca a él. Él le hace una serie de preguntas. Ella le explica sus dudas, mientras nota que él no la está escuchando. El adolescente le acaricia los senos con sus ojos. Ella traga saliva y, también, su deseo. Él juega a, accidentalmente, tocarle la mano. Ella siente que le tocan el alma. Lo mira a los ojos. El retira su mirada de los senos y mira los de ella. El deseo se dice sin ser dicho. La erección de él se vuelve más notoria y ella ya no aguanta más. La profesora se va dejando a su grupo de alumnos solos. El alumno que desea, la mira partir sabiéndose nuevamente insatisfecho. Minutos después, ella está presentando la renuncia.

Lee en su pantalla "si vos fueras mujer, te juro que yo te amaría". Le llega como un golpe y ve nuevamente su deseo imposibilitado. Las lágrimas caen, pesadas, sobre el teclado. Vuelve a sentirse solo. Hasta en esas tierras en donde nada es real, la frustración golpea su puerta. Escribe su enojo en la ventana y vuelven a desconectarse. Metonímicamente, empiezan a hablar del clima, del fin de semana, y de la nada. Cada uno mira para otro lado. El fracaso llega al mouse, el enamorado desconecta su messenger mientras su amigo le escribe algo que no llega, pues ya se han perdido para siempre.

Todos somos peces que dan saltos, enamorados de las aves. Todos somos aves que nos sumergimos amando a los peces. Pero los peces que saltan del agua son presas fáciles. Y aquellas aves que clavan su pico en las aguas, confunden al amor con el hambre, y derraman la sangre de los peces.

Todos jugamos a ser Ícaro. Todos volamos hacia el sol sólo para ver cómo nuestras alas se derriten mientras más nos acercamos. Es que todos sabemos que cuando no se puede volar, terminamos ahogándonos en el mar. Y sin embargo, ahí parece estar nuestra satisfacción. Es que el deseo siempre queda insatisfecho. Y tal vez, cuando jugamos a vivir historias de peces y de aves, el perder se vuelve nuestro modo de gozar.

martes, 1 de enero de 2008

LAS MOSCAS


Imagen: “The Holy Matrimony” de Jan Saudek

El mediodía de verano hace que la carne se pudra más rápido. Las moscas, esos ángeles del demonio, están de fiesta. El hedor las convoca al lugar al cuál nadie va por propia voluntad. Los dos policías lo saben. Se cubren la nariz con un pañuelo, y siguen a las moscas por el campo. La casa no está cerca del pueblo, pero el viento sabe llevar malas noticias, aunque el mensaje sea sólo un persistente fétido olor. Sí, algo olía mal y las moscas sabían de ello.
El pueblo es tranquilo. No necesita demasiados policías. Las cosas de mandinga sólo ocurren en las grandes ciudades. En esa casa, sólo viven la madre, su hija, seis gallinas, tres gallos y dos perros. Pero el mal olor es llamativo, y los policías temen a los forasteros. Los que vienen de afuera siempre traen los males. Mientras se acercan a la casa, los oficiales piensan que tal vez los ladrones no sólo se hayan llevado dinero, tal vez también se llevaron vidas...
Dos días antes de la visita de los policías, Soledad se estaba preparando. La joven tiene 19 años y está frente al espejo. Se ve radiante. Llena sus pómulos de maquillaje deseando que se vuelvan más atractivos para los labios de Juan, su futuro esposo. Cepilla sus cabellos, los acomoda a su gusto, que coincidirá exactamente con el de su amado. Lleva puesto el mejor vestido que existe sobre la faz de la tierra. En pocas horas lo verá. Él llevará puesto su smoking y lucirá como un príncipe. Él es hermoso, y ella lo ama. Ése hombre la hará feliz cada uno de los días de su vida. Él se lo prometió un año atrás, cuando se comprometieron, y ella no dudaba de la veracidad de las palabras. Soledad se juró a sí misma complacerlo en todos sus deseos, ella será su mujer perfecta, de eso no tenía dudas.
Erminda espía a su hija. Le tiene lástima, la considera indefensa, vulnerable y algo estúpida. Sabe que está mal, pero cree que es mejor así. Erminda conoce a los hombres. Son todos una porquería. Todos lastiman, todos usan, todos abandonan. Todos toman, todos mastican, todos escupen. Los hombres eran, para Erminda, parásitos que devoraban las almas.
La madre todavía recuerda al padre de su hija. Su piel se eriza, y los músculos de su mandíbula se tensan. Una nueva imagen es evocada en su memoria, y las venas se marcan en su cuello y en la frente. El ritmo cardíaco se acelera. Es que no sólo recuerda al padre de Soledad, sino también sus continuas infidelidades. Erminda todavía lo odia, pasaron diez años, pero todavía lo odia. Ya no quiere pensar más en él. Su presión arterial la aqueja y morirse sería darles el gusto a los hombres, y dejar a su hija desprotegida. "Toda madre tiene que proteger a sus hijos como su más preciado tesoro", se decía a sí misma, y ella tenía la certeza de ser la mejor madre.
Hace calor y una mosca se apoya sobre la boca de Soledad. La joven se la quita espantándola con su mano. Mientras, ve a Erminda intranquila. Su madre estaba mirando el retrato de su padre. Se pregunta si estará bien y las palabras no tardan en aflorar de sus labios. Erminda retira su mirada de la fotografía color sepia, la tranquiliza y le dedica una sonrisa.
Ahora Soledad también piensa en su padre. Lamenta que no pueda acompañarla hasta el altar, para entregarla a Juan. A algunas mujeres todavía les gusta ser propiedad de los hombres, pasar del padre al esposo sin descubrirse antes como seres independientes. Soledad extraña a su padre y se pregunta por qué las habrá abandonado. Ella era una niña cuando su padre fue a trabajar y no volvió nunca más. Mira a su madre nuevamente, y siente pena por ella.
A veces uno ve cuando se avecina una tormenta, pero nunca se imagina que pueda llegar a llover tanto. Erminda no esperaba que su hija se preparara con tanto entusiasmo para el casamiento. Ahora la ve levantando el teléfono y hablando con Juan. Le dice que está nerviosa, que no ve las horas de verlo, que ella está lista para ir a su encuentro, que serán felices, y que se amarán toda la vida. Es que cuando uno se enamora siempre promete grandes cosas, pues sabe que no las cumplirá. Si uno estuviera dispuesto a cumplirlas, no prometería tanto.
Erminda toma una decisión. No puede dejar que los preparativos continúen. Hay que sacar el paraguas para no mojarse tanto con la tormenta. Se acerca por detrás a Soledad, le quita el teléfono de su mano y lo cuelga. Soledad la mira estupefacta, sin poder entender qué es lo que está sucediendo. Erminda apoya sus manos en los hombros de su hija. Se miran a los ojos, como dos perras rabiosas que se desafían por un trozo de carne. La madre le dice, una vez más, que no se casará con Juan, que ese hombre es como todos, que es hijo del demonio, que la hará infeliz y amargada tal cómo hizo su padre con ella.
Soledad llora y grita, pero sus gritos no sepultan las palabras de su madre, que insiste en que no habrá boda. Ya se lo dijo muchas veces durante ese año, pero Soledad no puede creerle. Ya le dijo que Juan se fue, que no volverá, pero Soledad le dice que estaba hablando por teléfono con él y empieza a gritarle que está loca.
A veces Erminda se comportaba como si no entendiera que su hija está demente, y que se refugió en el delirio de casarse con Juan.
Es que Soledad nunca pudo tolerar la imagen de su Juan en la tumba que cavaba su propia madre. No pudo asimilar la imagen de Erminda vestida con la sangre de Juan, y armada con una cuchilla en la mano, la misma que luego arrojaría a la tumba de quién hubiese sido su yerno. Cuando Erminda fue sorprendida por Soledad, luego de haber asesinado a Juan, no le dijo nada, sólo esperó que se recuperara del desmayo. Es paradójico saber que cuando Soledad recuperó la conciencia, el horror hizo que la perdiera para siempre.
Pero Erminda no sabía que la mente humana es maquiavélica. La mente no conoce, o no quiere conocer, u olvida qué es la realidad. La mente elabora razones, crea novelas, construye delirios sólo para hacer más tolerables las imposibilidades. Y la muerte es la imposibilidad de la vida, y Soledad lo supo sin saberlo.
A partir de ese día, la joven empezó a manifestar su locura dormida. Empezó a creer que nada malo había pasado. Empezó a creer que el casamiento ocurriría, tal como lo habían planeado.
Cuando la tormenta empieza, las moscas también quieren huir. Vuelan y vuelan, hasta que chocan contra una ventana. Algunas juegan sobre el vidrio, otras caen rendidas. Las palabras son ventanas que nos permiten mirar un mundo que es irreal. Las palabras de Erminda no eran palabras, sino que eran un acto, pues desnudaban ese mundo real. Las palabras de Erminda rompían los vidrios sobre los ojos de Soledad, que ahora sangraban lágrimas. Y la joven, como una mosca, se golpeaba duramente y ya no quería volar.
Contra la realidad se pueden hacer dos cosas: negarla o transformarla. Soledad ya había negado, hasta que su madre la había denunciado. Erminda le había arrancado los párpados, obligándola a ver, sin saber que pagaría caro por hacerlo. Ahora Soledad quería transformar la realidad. Ahora Soledad quería romper el mundo. Ahora Soledad estaba ahorcando a esa madre, que tanto la había asfixiado. Es que uno siempre termina por hacer lo que le hicieron a uno.
Los policías no encontraron palabras para describir el mundo que encontraron. Erminda yacía sin vida al costado del teléfono. Las moscas se paseaban por su boca y sus ojos abiertos. Y el olor los penetraba hasta que, el más débil de ellos, terminó por vomitarlo. Pero las grandes tragedias se dan por la suma de acontecimientos que las desencadenan. Y aquella pieza de dominó que se pudría junto al teléfono, era sólo la última en caer y al mismo tiempo, la que había iniciado la caída de todas las otras.
Ya lo he dicho. Las moscas, esos ángeles del demonio, están de fiesta. El hedor las convoca al lugar al cuál nadie va por propia voluntad. Los dos policías lo saben y continúan siguiendo a las moscas hasta la parte trasera de la casa. Allí encuentran a Soledad, con su vestido de novia manchado por su propia orina. Allí está la novia, con las uñas rotas y los dedos infectados. Sus manos están llenas de la tierra que, con tanto esmero, ha cavado. Allí está Soledad, abrazada a los restos del cuerpo del que hubiese sido su esposo, sino se hubiese entrometido la madre. Ahí están pudriéndose los cadáveres de la madre y del prometido. También el del Padre, aunque eso se supo mucho después. Y ahí está la joven, viva aún, pero con la mirada perdida. Allí está la novia Soledad, esposada a un cadáver que sólo tiene para darle sus gusanos y sus moscas.