El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

miércoles, 6 de junio de 2007

HOMENAJE A DÉBORA (En su Cumpleaños)

Hoy, Miércoles 06 de Junio de 2007, en el Hemisferio Norte, en un día que probablemente contraste con los fríos otoñales que se sienten en estas latitudes, está cumpliendo años Débora Hadaza García Díaz. Débora es la autora de "NOTAS SOBRE UN SOL DE HIELO", una de las joyas que incorporé a mi laberinto. Sólo alguien con un corazón cálido, como el de ella, puede escribir notas tan sensibles sobre ese sol de hielo, compartido por muchos de sus lectores. Desde ya, te agradezco por compartir, con todos los que leemos tu blog, las notas que vibran de tu alma y que se escapan de tus manos para iluminar mis laberintos u oscurecerlos aún más.
Débora nació el 6/6 (de un año que, por caballerosidad, no revelaré), pero no es el Anticristo, aunque a veces debo reconocer que, cuando esta mujer escribe pareciera estar poseída por más de uno de mis demonios. Sólo de esa manera puedo llegar a explicar que conozca tanto del sol de hielo que late en mi laberíntico pecho.

¡Deseo para vos, un muy FELIZ CUMPLEAÑOS!

A través de este pequeño agasajo, quisiera seguir la tradición, por ella pergeñada, y presentarla por aquí a quiénes todavía no la leyeron y, confesar, ante los que la conocen, cuál fue uno de los tantos textos de ella, que me parecieron profundamente admirables. Con ustedes:

NUESTRO HIJO
(por Débora Hadaza García Díaz)

Después del embarazo más corto y riesgoso de la historia, y del parto, más sangriento que una entifada, nos entregaron un bebe pálido, pequeño como un suspiro, y de ojos cerrados como cielo de invierno. Eras tan feliz, ni siquiera las paredes peladas y la heladez de la casa te quitaban la sonrisa de la boca, ni siquiera el silencio del niño, ni tampoco la fuente incesante de sangre en la que yo me había convertido.
Lo alimente, eructó dos veces y dejó de respirar. Tu pasabas horas contemplándolo, yo le temía, me daba horror esa carita de ángel, pálida, casi transparente, cuando lo amamantaba apagaba la luz y me cubría por lo helado de ese cuerpecito que nunca se calentaba. Hasta que un día mi cuerpo cedió al espanto, no pude alimentarlo más, cada vez que me lo acercabas empezaba a temblar y la leche se iba; tu no entendías nada, fuiste comprensivo pero no entendías nada, yo no tenía palabras para explicarte que era horrible lo que me pedías, antinatural, casi diabólico; pero como decírtelo si por fin eras padre, si por fin tenías a tu hijo en brazos, si por fin nuestro amor había dado fruto...
Entonces algo aún más extraño, bizarro, enfermo, amorosamente bizarro y enfermo sucedió. Yo te alimentaba a ti, y tú después lo alimentabas a él. Era un rito deme
ncial, demasiada pasión, demasiada lujuria, extrema gula; el monstruito, que nunca lloraba, que nunca se movía, que nunca abrió los ojos, abría su boca y comía, tomaba la leche que yo te daba a ti; y tu te sentías feliz, el mejor de los padres, el más amoroso de los hombres; cada tres horas, la alucinante escena se repitió, cada día, cada semana hasta cumplir un mes.
Tu no lo veías, pero no sé como no lo veías, su rostro pálido se tornaba cada día más azul, muy azul; su frío cuerpo cada vez era más poroso; yo ya no soportaba más, lo cargabas, le cantabas, lo alimentabas, y el olor a rosas muertas llenaba cada rincón de la casa, una bruma espesa nos impedía ver a un metro de distancia, el terror iba en aumento, ya no era posible vivir así, ni siquiera, por Dios, sabía si estaba viviendo. Lo enfermo de esa situación me taladraba la cabeza; pero sobre todo su llanto, su llanto a boca cerrada, su llanto lejano como si llorara la tierra, las raíces de los árboles, los fundamentos del mundo, me aterraba amor, ya no podía callar más, un mes había pasado, un largo mes de ceder a la locura, ya no podía d
ejarte creer más, ya no debía dejarte creer más. Asi que cuando te acercaste esa noche a beber de mí, te grité: ¡Que no ves que está muerto!
Me miraste con más odio que mil perros juntos, te levantaste como rayo, corriste a la cuna y gracias a Dios el milagro se hizo; cuando tocaste su carita, esa hermosa carita de ángel caído, comenzó a deshacerse como harina entre tus dedos, trataste de cargarlo y todo su cuerpecito se desbarató en gusanos, blancos y suaves, pero gusanos al fin. Yo pensé que ahí terminaba la locura, que lo enterraríamos y lo intentaríamos de nuevo; pero no, tu saliste corriendo, gritando, te seguí, te seguí cuadra tras cuadra, pero la mucha sangre que había perdido no me dejo avanzar, caí en la mitad de la calle, y después de muchos días no supe nada de ti.
Un jueves de alguna tarde te trajeron. Te vi pálido, casi transparente, con
el cuerpo helado como un témpano, me cubrí con la más cálida de todas mis frazadas, apague la luz y te alimente.

Fotografía: "Vanita vanitatum et omnia vanitas" de Emil Schildt