El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

domingo, 1 de julio de 2007

SILENCIOS


Imagen: "Cavalier" de Dariusz Klimczak

Marcos se relamía en la tumba que, con sus uñas, desgarraba de la tierra. Buscaba con sus manos, entre el estiércol ajeno, el rumbo de su propio deseo. Pero el agua se le escapaba por los dedos, y su vida fluía por cauces que le resultaban extraños, lejanos, como el mundo. Todo en su vida se trataba de un gran desencuentro y nada parecía cambiar, todo siempre se repetía. Y una vez más sucedería...
Él sentía que su vida ya estaba signada, que todo se le escapaba… todo, menos Luciana. Ella era un cuerpo sujetado con lágrimas que, como alfileres, fijaban los recuerdos y lastimaban la carne. Luciana era la certeza de la presencia constante; ella estaría con él, aunque la escupiera o la besara; con lo que él no podía ver de sí, la tenía sujetada. Ella leía en sus palabras, en sus miradas, en sus caricias, en sus abrazos, en sus sonrisas, lo que necesitaba.
Esa tarde, Luciana le ofrendó sus palabras. Quiso llenar de luz sus oídos diciéndole, por primera vez, que lo amaba. Pero él la había mirado como lo hacía siempre, sin prestarle demasiada atención, y le preguntó si le había gustado el cuadro que le había regalado. Ella lo miró como una gacela cazada, antes de morir: herida y con la bronca que no afloraba de sus pútridos labios. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero el orgullo las retenía. La ira estallaba en la garganta que se despedazaba bajo el sismo del silencio. Los castillos de arena que ella construía, eran arrastrados por el mar de la indiferencia. Ella se desnudaba, se entregaba, se sacrificaba, se exponía y él no podía escucharla. Marcos estaba demasiado ocupado en encontrarse, en revelarse, en gritar y en romper sus propias redes de silencios. Marcos vivía en su propia torre, y se incendiaba en su propio infierno.
Pero, esa tarde, ella había querido ser su fantasma, traspasar sus muros, llegar a él, abrazarlo hasta deshacerse entre sus brazos, besarlo hasta que crecieran cerezas en sus labios. Había roto sus uñas tratando de abrir un túnel en las paredes de tristeza que lo escondían. Pero él se defendía de todo, hasta de lo que pudiera salvarlo. Es que Marcos sólo creía en una salida, y ella le abría la puerta contraria. Luciana se desesperaba por saber cómo se resucitaban los muertos, cuando se rehúsan a seguir viviendo, pero las respuestas se escapaban con el tiempo. Había creído que su amor podría infundirle sangre por las venas, pero sentía que él sólo tenía semen para ella.
Marcos la vio salir agonizante. Vio como dejaba vacía esa, su casa; la misma que ella tantas veces había llenado con música. Recordó el instante en el que la conoció, cuando estaba sentada sola, leyendo ese libro, que casualmente, era su preferido, en ese viejo bar de nostalgias. Sintió nuevamente la sonrisa de ella, su perfume, su mirada y el cuello que él tantas veces había explorado. Volvió a pensar. La escuchó nuevamente diciéndole que lo amaba. La vio nuevamente indefensa, herida cuando él la alejaba con su indiferencia. Se arrepintió de su silencio. Él también la amaba, pero tenía demasiado pasado encadenado a sus pocos años. Había creído que no era el momento indicado, que él necesitaba encontrarse, que él necesitaba escuchar su propia voz en los labios, que necesitaba encontrar su deseo entre la paja ajena. Pero ahora Marcos sentía cuánto necesitaba lo que ella le daba. Ella lo podría cuidar, ella lo podría curar, ella lo podría salvar. Pero él había sido demasiado cobarde, él no había querido arriesgarse. Él había tenido miedo a ganar por que era lo mismo que perder.
Luciana se fue, llevándose consigo su cuerpo vacío de palabras que, hubiese deseado, la abrigaran de los fríos que crujían la sangre y sus silencios. Y es que, ¿cómo no irse, si allí no encontraba lo que buscaba? Luego, mientras caminaba, alejándose, pensaba que nunca se encontraba lo deseado y, que tal vez, debería volver. Sabía que él la llamaba, aunque hiciera lo imposible por alejarla. Sabía que la cuidaba, aunque la lastimara. Decidió volver. Y su cuerpo hizo carne la orden, y empezó a correr pese a que hiciera frío y el viento lastimara. Y las carpetas, con los expedientes, se le iban cayendo mientras se apresuraba en llegar. Y el orgullo se arrastraba como una sombra que no podía nunca alcanzarla. Ya nada le importaba, ni la oficina, ni los jefes, ni los compañeros, ni las causas, ni los casos; ella sólo quería volver.
Marcos estaba pensando en ella, no podía dejar de hacerlo. Quería llamarla, pedirle perdón, decirle que él también la amaba, pero que tenía miedo, decirle que se arriesgaría, que intentaría la epopeya, que derribaría sus propios muros hasta alcanzarla.
Habían pasado dos horas. Él todavía seguía dudando. El teléfono sonó sin que él lo esperara, por que nunca se espera lo que nos cambia la vida. Escuchó a Ana, la mejor amiga de Luciana, mientras lloraba. Le contó que encontraron a Luciana a dos cuadras del departamento. Un auto la había atropellado. El conductor había escapado. Luciana había muerto sola y sin palabras; y parecía que la vida se trataba de eso, de perder constantemente lo amado cuando se estaba cerca de alcanzarlo.
Un año después de aquel trágico día, Marcos estaba frente a la tumba de Luciana diciéndole en silencio, lo que había callado. Los cielos oscurecían. El mismo viento fuerte lo asfixiaba. La soledad se hacía presente en el descampado del cementerio. Sólo se escuchaban los silencios de los muertos. No había por paisaje mas que las tumbas del vacío. Y el alma era ese dolor triste y seco. Todo remitía a la ausencia. Todo lo envolvía. Todo lo aplastaba. Todo lo extenuaba. Era la primera vez que se atrevía a ir al cementerio, a donde sabía, no estaban los muertos. Es que Marcos la tenía en la piel, la tenía en su departamento, en su música, en los libros, en el bar, él la tenía en su propia tumba que no coincidía con la de aquel campo inmenso de silencios. Marcos se preguntaba qué hubiera pasado, si él se hubiese animado, si él no hubiera callado. Pero ya estaba todo perdido. La había dejado ir, sin saber que ese sería un eterno partir. Y ahora él estaba pensando en ese último desencuentro, mientras una hoja de otoño se desprendía de un viejo árbol y se llevaba una lágrima ensangrentada, que se perdía en esa boca con gusto a silencios.