Azul oscuro, tan sombrío que la luna se vuelve un punto pequeño en medio de un celeste muerto, esbozado entre campos marchitos de algodón.
Todo está oscuro, tanto que el silencio se convierte en espinas que acarician mis ojos. Los espejos del alma son tumbas vacías en mi rostro. La noche va llegando, para recordarme que estoy solo, como si en algún segundo me hubiese atrevido a olvidarlo.
Sal en los labios, de esa que saborea las heridas, que las hace suyas electrificando cada uno de los nervios hasta volverlos tortuosos. Sal de las que se apropian de los cuerpos hasta volverlos estatuas.
El agua tan fría como la ausencia, tan envolvente como la soledad, tan cruel como el silencio. El agua, eterna como el tiempo; y el corazón congelándose en silencios.
Y yo, yo tan solo, tan débil, tan cansado, y tan perdido en medio de este inmenso mar.
Es de noche. No hay luna o, si la había ya se escapó. Hace frío. No sé nadar, y estoy sumergido en el abismo de la nada. Siento el agua rompiendo los poros, incendiando la carne y asfixiando el cuerpo, que ya está muerto. Y no hay nadie cerca para ver como intento flotar. No hay manos que se vuelvan alas, no hay palabras que se vuelvan aliento, no hay miradas que lo digan todo, ni labios que miren mi piel y que la vuelvan viento con un roce.
Estoy en el medio del mar, en el medio de la nada, sin punto de apoyo, ni nada, ni nadie de quién sujetarme. No hay escapatorias. Ni si quiera hay suicidio. No hay nada, sólo dos opciones: nadar creyendo en el azar o entregarse a los profundidades de ese ser acuoso, capaz de llevarse todo y a todos.
Un barco se acerca. Las luces exorcizan la oscuridad del agua y de la noche. Ahora pareciera que seguir nadando, vale la pena. El esfuerzo traerá sus frutos, sí, aunque no crezcan en el mar.
El barco es hermoso, es grande, es la promesa de vida. Pero..., ¿quién está allí?, ¿por qué vienen aquí?, ¿qué quieren de mí?, ¿se puede creer?; es que ¿acaso todavía existe la confianza?
Una mano gentil se estira hacia mi cuerpo que flota. No puedo sujetarla. El miedo me ahoga más que el agua, y la indecisión va pudriendo las células de mi piel. La mano sigue extendida, y yo sigo sin poder moverme del mismo maldito lugar. La mano aguarda unos instantes, comprende que no me moveré de aquel lugar, y el barco arranca para empezar a alejarse.
Y yo veo la noche, y veo como el barco se lleva las luces; y la oscuridad lastima más que la sal; y la sal ciega más que el silencio; y el silencio ahoga más que el agua; y el agua habla más que mi cuerpo. Y el barco se me va, y el cielo se me estrella entre los hombros.
Empiezo a agitar las aguas con mis brazos. Mis piernas se extienden sobre la superficie del mar. Pataleo, con la desesperación del deseo, y avanzo contra las olas. Y no respiro, pero sigo. Y el agua me desgarra la piel, como el viento arranca las hojas. Y me esfuerzo más, y más, y más, pero el barco ya se ha ido y no sé si alguno más vendrá.
La oscuridad ya no es la noche, por que el cuerpo ya no siente nada más que su peso que lo hunde en la infinidad, cada vez más…
Sebastián despierta, sobresaltado, en medio de la noche invernal. Soñó que moría ahogado, que no pudo ser rescatado y que todo lo que se proponía alcanzar se le escapaba como agua entre las manos. Había soñado que moría, y ahora, ya despierto, recordaba que sólo había sido un sueño, pues vivía inmerso en la pesadilla de seguir viviendo.