Foto: Parque de la Memoria, Buenos Aires, Argentina.
“Siempre es levemente siniestro
volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección”.
(Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas).
El
otro día estuve en un café del centro josefino. El pibe que me acompañaba decía
estar interesado en mí. Qué se yo… está bueno, parece inteligente y es buena
onda, aunque no sé si te caería bien. El café me lo tomé rapidito. En un
momento me di cuenta que el pibe me hablaba, pero yo no lo escuchaba. Le dije
que me tenía que ir. Me miró sorprendido, entre confuso y molesto, y entendí
que se dio cuenta. Pagué la cuenta de ambos (fue mi modo de indemnizarlo por la
pérdida de tiempo), y busqué la plaza más cercana. Mientras caminaba, pensaba
que esto ya me pasó antes. Finalmente, encontré un banco solitario, miré
alrededor, pensé que te gustaría este paisaje urbano, me tapé los ojos con las
manos y, desde mi improvisada guarida, lloré.
Ayer
fui a acompañar a un amigo a hacer compras navideñas. Entré a un local y, muy
de frente, me topé con una camisa escocesa de friza muy parecida a una medio
naranja que era tuya. Me acerqué despacio, la acaricié y, como si fuese una
especie de miembro fantasma, aluciné tu olor. Salgo del trance cuando mi amigo
aparece y finjo, como siempre, que está todo bien. Vos sabés que en eso de
disimular tristeza yo también soy experto. Pero estas fechas muy nuestras se
vuelven jodidas y pienso tu nombre al llegar a casa. Enciendo la música e
intento encontrarte en las canciones en las que, algunos años atrás, te
encontré. Pasan Cerati y Spinetta, la tía Moz, El mató, El robot, Bochatón, CLDSCP
y Juana Molina que, a diferencia de esa vez en la TV pública, ahora me hace
llorar. Desordené átomos tuyos pero ya no
hay puente que te haga aparecer.
Hoy,
volviendo del trabajo, en la radio del colectivo Natalia Lafourcade cantaba que
ella tampoco aprendió a soltar amores y
que tampoco aprendió a dejarlo ir. La
frase se vuelve un mantra que no para de sonar. Llego a casa y esquivo a
Natalia leyendo un artículo sobre un bar sobre Cortázar al que me gustaría ir.
Comparto la nota en mi Facebook y recibo un comentario que hace referencia al
primer libro de Julito que me regalaste. Miro mi biblioteca y ahí lo encuentro,
junto a Alejandra, a Marito, ese otro de Cortázar que también me regalaste vos
y el de Onetti que te regalé la primera vez que nos vimos y que nos faltó
terminar. Busco los libros. Releo las dedicatorias. Encuentro, entre las hojas,
los post it amarillos en los que me dejabas mensajes cuando te quedabas en
casa. Cierro los libros y en mi cama crece la nostalgia ante la evidencia empírica
de que ya no estás más. En mi caso, quizás
si es amor lo que me hace buscarte.
Es
de noche. El viento de diciembre agita San José. Disfruto el susurro del aire
en la terraza del departamento donde vivo. Adentro quedó la computadora,
y justo cuando pienso todo esto suenan The Magnetic Fields cantando “I could dress in black and read Camus, smoke
clove cigarettes and drink vermouth like I was seventeen, that would be a
scream, but I don't want to get over you”. Sonrío triste. Abro una botella de vino y te
escribo esto para no escribirte. Y, mientras lo hago, pienso que es mentira eso
de que estoy soltero porque quiero. Nadie entiende, porque de vos no hablo, que
no es tan fácil soltar tu ternura tímida cuando me dabas la mano en las calles porteñas.
Nadie sabe de tu corazón gigante, de tus abrazos que me hacían cerrar los ojos
para envolverme mejor con tu piel tibia. Nadie sabe de tus carcajadas, las
cosquillas, nuestras copas de vino cerca de esa otra cama o las películas en
las que yo siempre me quedaba dormido. Y nadie sabe, tampoco, de nuestros
planes ficticios de vivir en ese país frío, o de nuestros mates con amigos en
el Parque de la Memoria, y nadie entiende que no se puede eliminar la historia.
Y tampoco saben que tal vez recién ahora me doy cuenta que todo esto que te
cuento es lo más cercano a la felicidad que sentí en años.