El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

miércoles, 28 de febrero de 2007

ELLA NO QUERÍA


Noche de verano. Enero con más calores que tormentas. Tormentas con más dolores que agua. Agua que desbordaba de sus ojos. Polvo suspendido en el aire. Fuego que quema la tierra y que hierve la sangre. Ni una brisa leve se dignaba a aliviar ese pueblo perdido en el medio de la nada.

Las paredes de esa habitación se teñían de la oscuridad de aquella madrugada suspendida en el tiempo. Un gato maullaba en la azotea. El sudor empapaba espaldas y adhería la ropa a la piel. Esa cama, que estaba maldita, los envolvía en la tragedia de seguir durmiendo juntos.

Pese al fuego que quemaba la piel y pese al miedo que devoraba su mente, ella se había podido dormir. Esa noche se sentía un poco más segura; pero igualmente se despertaría, aunque ella no quería.

Sintió la lengua pesada y molesta de su esposo que escarbaba en sus oídos para tapar sus gemidos salvajes. Una de las manos sudorosas de aquel hombre, se escabulló entre sus cabellos, aplastando su cráneo contra la almohada con el mismo poder y el mismo desprecio con el que se busca cazar a una mosca. Ella escuchaba esa respiración agitada que lastimaba su piel, mientras él le arrancaba su camisón y exploraba sus piernas. Él era su marido, pero ella no quería.

Ella sabía lo que sucedería, por que lo había vivido desde la noche de bodas. Mientras él se convertía en ese monstruo irreconocible pero familiar, ella recordaba todas las noches en las que la lastimaba con empeño, para pedirle disculpas al otro día, mientras llenaba de rosas rojas esa casa que olía a desdicha.

Él se imponía sobre ella con insultos, golpes, amenazas y su fuerza bruta; ella lloraba en silencio, como tantas veces lo había hecho. La felicidad de la boda había quedado perdida en el abismo del tiempo, y ella podía sentir nuevamente cómo él le arrancaba el vestido de novia que había usado su abuela y la arrojaba en la cama con poder e impunidad. Él la había hundido en un pozo profundo de dolor, de vergüenza, de terror y desolación; y ella no quería.

Mientras sentía que el dolor se iba apropiando una vez más de su cuerpo, podía oler la sangre que empezaba a derramarse entre sus piernas. Él se había transformado nuevamente en ese sátiro dionisiaco y hostil que le había engendrado una hija a la que ella no podía amar por que al mirarla, contemplaba en su rostro angelical la cara perversa de su padre.

Ella no tenía nada que perder, se había quedado sin alegría y sin vida al lado de ese hombre que de día aparentaba ser encantador. Esa noche de verano sólo había sangre, sudor y lágrimas; pero ella ya no quería.

Y con el dolor, el odio, y la ira acumulada tras un año de tormentos, tuvo el valor y el impulso de sacar el cuchillo que había escondido el día anterior bajo la almohada. Y se sintió justiciera; sintió que dando golpes profundos y certeros se vengaría en representación de todas aquellas mujeres sometidas a lo largo de la historia. Así fue como descargó con odio tantas puñaladas como humillaciones recibidas de la mano de ese hombre. Y aunque estaba salpicada por la sangre del que había sido su esposo, sonrió; y su sonrisa se convirtió en una carcajada que se transformó en un grito de alegría y en un grito de dolor, aunque ella no quería.