El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

domingo, 4 de marzo de 2007

VERDAD I HORROR


"Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?"

La verdad es que ese lunes no había llegado arrastrando la rutina consigo. Era un lunes distinto y Valentín lo sabía. Lluvia y viento eran los embajadores que adelantaban el inicio del invierno. El gris, como una pantera agazapada, lo iba cazando todo: cielo, calles, ojos, vidas. Pequeñas gotas de lluvia oscurecían el asfalto y deambulaban por la ciudad como si fueran fantasmas imperceptibles, que jugaban con la gente a su antojo. El viento, soberbio lo invadía, transgrediendo los límites del cuerpo. El frío había escalado por los pies y ya había conquistado todo el cuerpo y toda el alma. Y la verdad, y el horror ya estaban circulando en él.

La vieja Clínica privada, perteneciente a una institución católica, se especializaba en aquellos temas, pero sólo tenían acceso los privilegiados del sistema. El edificio se alzaba majestuoso ante sus ojos expectantes. A su lado, vio a aquella mujer que traficaba brebajes contra el sueño gritando su clásico “Cafesito”, caracterizado por alargar la enunciación de las vocales. Valentín no lo necesitaba, era temprano en la mañana, pero estaba demasiado despierto, es que… ¿cómo no estarlo ante el horror?

Ya no podía posponer más la llegada de la verdad, sin embargo, el tiempo parecía detenerse. Valentín no quería transitar por aquel puente que unía su presente ignorante con un futuro que podía abortarse por ser el engendro de una verdad agobiante. El abismo entre ambas dimensiones temporales adquiría la forma de las escalinatas de entrada a aquel templo de vida y de muerte. La entrada a la clínica era la metáfora horrorosa de aquel puente del que sólo deseaba arrojarse. Es que no hay peor sentencia que la de escuchar una verdad no dicha, pero que se desliza en el ambiente como el más horroroso rumor.

Valentín estaba parado, abajo del primer escalón de la entrada, contemplando el ir y venir de la gente a su alrededor. El frío y el deseo de no saber lo convertían en un monumento al temor y a su inseparable paralización. Por su mente, la movilización iracunda despertada por sus miedos, derrocaba sus proyectos a futuro y sus sueños de amor eterno. La revolución interior, explosiva y vibrante, se transformaba en lo contrario al apropiarse de cada célula de su cuerpo.

Ya había llegado hasta allí, ya estaba al borde de ese abismo de horror, sólo le faltaba el impulso final para dar el salto al vacío y prepararse para caer en los errores del pasado.

Caminó decidido por los pasillos de ese gélido lugar, sabía cuál puerta tenía que tocar. También sabía que tendría que esperar, pero el saberlo no mitigó la ansiedad que, como una gran directora de películas de horror, imaginaba los peores escenarios en los que esa verdad podría encontrar su lugar y ejercer su reinado.

Afuera, la llovizna leve y persistente seguía lamiendo asfaltos y fachadas, árboles y personas, sueños y verdades. Adentro, el tiempo parecía no avanzar. Los segundos morían un instante previo a alcanzar la inmortalidad. El reloj se volvía pesado, como sus penas.

El tiempo permaneció estático y el espacio se volvió dinámico. Pero aquello no habría de durar puesto que, los sonidos que representaban su nombre se abrieron paso hasta sus oídos, franqueando la capa de neblina que cubría su mundo. Valentín se levantó de la banca que ocupaba y, con la misma resignación con la que un gobernante depuesto se dirige al patíbulo, se encaminó a aquel consultorio.

Con cada paso un latido, con cada latido un recuerdo… Valentín, un joven de 18 años que provenía de una familia acomodada, había amado por primera vez un año atrás. Alejandro era un hombre de 30 años, tenía un rostro perfecto e irradiaba una imagen celestial. Valentín se había enamorado de aquel hombre con la pasión e idealización intensa típicas de la adolescencia. Estaba dispuesto a darle todo, hasta lo que no tenía, como prueba de su amor. Y, durante los meses que se prolongó el romance, Alejandro se lo pidió; tomó todo, hasta lo que Valentín no tenía, y luego lo dejó. Valentín sufrió hasta el cansancio, y en ese año a nadie más, ni si quiera rozó, pues esperaba inútilmente el regreso de Alejandro. Toda espera es inútil, pero más inútil era creer que Alejandro volvería por que, cual vampiro, ya había clavado sus colmillos.

El recuerdo de aquellos tiempos en los que exploró el amor y la traición, alzaban vuelo en su mente hasta chocar con el techo que imponía la realidad. Valentín entró al consultorio y, estupefacto, observó a las tres personas que lo esperaban: el doctor, la psicóloga y el sacerdote que, acompañaba en esos casos puesto que se trataba de una Clínica católica.

Fue en ese consultorio que Valentín supo la verdad y sufrió la desesperación ante el horror. Allí le dijeron que los exámenes habían dado positivo y qué él se convertía así en un nuevo portador de VIH. Pero Valentín no llegó a escuchar lo que ya suponía, porque se desvaneció. Treinta segundos más tarde, abrió los ojos y, nuevamente, volvió a ver lo que le causó tanto horror. La verdad del Padre Homero es que no se llamaba Alejandro, que se sacaba el alzacuello y jugaba a ser Judas, entregando a los hijos del hombre a la muerte, al darles besos de vampiro con el sabor de la traición.