El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

lunes, 13 de febrero de 2006

AÚN HOY


Imagen: Sleepwalkers de Dariusz Klimckzak

Aún hoy recuerdo esa vieja charla. Yo estaba triste, o tal vez ese nombre no describa exactamente lo que sentía, como toda palabra. ¿Te acordás?, siempre me decías eso: “las palabras son limitadas, no llevan en sí el sentimiento”, y aprendí que tenés razón. Te conté de mí y vos me escuchaste... callado, como siempre. Cuando terminé de hablarte de ese vacío que lo abarcaba todo en mi pecho, te miré y me dijiste que me entendías. Vos siempre buscabas entenderme y decir algo que calmara mi inquietante quietud, aún hoy intentás hacerlo.

Ese día no lo hiciste, esa vez, en vez de hablar de mí, hablaste de vos. Me dijiste que nunca antes lo habías hecho, que ya no sabías cómo sonaba tu voz entristecida por recuerdos pasados que siempre son actuales. Ese día te escuchaste, y yo también te escuché. Me contaste de tu soledad, de tus vacíos y tus máscaras. Hablaste de tus armaduras, de tus encierros, de tu desesperación, de tu angustia y de tus culpas. Me contaste de tu debilidad y, al hacerlo, yo descubrí tu fortaleza. Me contaste de aquel día, el día en que besaste la muerte. Era tu primer beso, fue con ella, y casi fue el último.

A vos no te costaba escribir, creo que nunca te costó y, prueba de ello, son las extensas cartas que conservo y que llevan tu nombre o tu seudónimo. En esa ocasión también habías escrito una carta. Ya habías pedido las disculpas, no habías dado explicaciones, era imposible hacerlo porque no las tenías. La hoja estaba llena de tinta y de lágrimas, como tantas veces las llenaste. Siempre fuiste muy sensible y ese día, te desangraste en tu propia sal. Tenías mucho miedo, como siempre, pero esa vez estabas demasiado cansado de soportar tu presente y el peso de tu futuro, que te aterraba cada vez más. Ahora entendías un poco más que antes, ahora temías más que ayer.

Me acuerdo que me hacías preguntas que no dejabas que te responda, respondías vos solo, parecía que hablabas con vos mismo y no conmigo, que era ese chico desesperado de ayer que le hablaba al joven desesperanzado de hoy. Preguntaste: “¿Alguna vez sentiste que el mundo se te derrumbaba encima?” y contestaste “yo sí”; “¿sentiste que te morís por dentro?, yo sí; ¿sentiste que tu cuerpo es un fantasma que camina errante por la vida?, yo sí; ¿quisiste acabar con tu mundo?, yo sí...”

Tenías todo pensado, lo habías hecho desde hacía años; creo que siempre te atrajo pensar en tu último día; eso lo descubrí tiempo después, mientras leía tus cartas. Incluso en esa charla me dijiste una frase que dejó una huella en mi memoria, dijiste que el fantasma de la muerte aparece para recordarnos que estamos vivos...; y vos necesitabas tanto vivir..., y aún hoy lo necesitás, aún hoy.

Al contarme, me dijiste que ya entonces sabías que el alcohol y las pastillas iban a abrirte una puerta y vos necesitabas huir. Cual el Erdosain de Arlt, te preguntabas “¿porque no habrá en la noche un camino abierto por el cual se pueda correr una eternidad alejándose de la tierra?”. Tenías lo necesario, estabas solo, con mucha tristeza y todavía no comprendías lo que te pasaba. Las culpas que sentías eran demasiadas..., vos siempre tan burgués, tan lleno de ideales imposibles que te resultaban angustiantes. Siempre queriendo responder al ideal, sabiendo que en tu caso es imposible. Eras tu propio inquisidor y buscabas condenarte..., aún hoy.

Llorabas mucho, tu cara estaba signada por las caudalosas cuencas del dolor. Estabas vacío, no tenías sueños, y ya no te quedaban amigos puesto que te habías encargado de que se te alejaran. Te estabas pudriendo por dentro y ellos temían contagiarse. Eras un leproso que llevaba la peste en su interior. Fuiste como un animal que sabe que debe apartarse de la manada, porque la vida que los unía ya no los unirá. Te fuiste solo, a morir.

Las mariposas, que para otros comenzaban a alborotarse en el estómago; en tu caso eran negras, anunciando un destino sombrío, la humedad eterna de tus ojos y tu corazón apagándose mientras perdían aire tus pulmones.

La adolescencia, que recién empezabas a vivir, y que para otros era una promesa, para vos había traído la peor de las noticias, y vos eras su único destinatario. Estabas tan solo; solo frente a tanto dolor, frente a tanta incomprensión, y frente a tanto temor. Querías escaparte pero era imposible hacerlo. Querías irte lejos pero sabías que el dolor estaba enraizado en tu pecho. El dolor parasitaba tu alma, que se pudría cada vez más en tu cuerpo sin sentido. De vos no había escapatoria..., te acercaste demasiado al fuego y te quemaste, como si fueras Ícaro cuando intentó volar. De ahí te quedó el miedo a volar con libertad, y tus alas de cera se volvieron de piedra, aún hoy...

No había soluciones, no había escapatorias. La máscara sonriente e hipócrita que usabas, ya no te protegía. Ya no eras vos, eras otro y eso te atormentaba. La metamorfosis se estaba manifestando y te estabas convirtiendo en el peor de tus temores. Pensabas en todo eso mientras sacabas cada pastilla de su envoltorio. Eran blancas y redondas, te parecían un collar de perlas aplastadas y querías ahorcarte con ellas. El whisky estaba a tu acceso porque alguien lo había regalado y en tu casa a nadie le interesaba tomarlo. Te serviste un vaso y, de tu mano humedecida, brotaron esas perlas. Te deshacías de ellas esperando así deshacerte de tu dolor. Tus lágrimas, aquellas que tantas veces quisieron asomarse en nuestras charlas, caían en ese vaso salando tu pócima mortal... Esa combinación te iba a matar: lágrimas, whisky y pastillas. De eso te ibas a morir, de tanto llorar por las noches en tu insoportable soledad.

Mirabas como se disolvían en el vaso tus verdugos y llorabas más; como siempre, te costaba respirar. Te llevaste el vaso a tu boca, besaste a la muerte y sentiste el whisky quemándote la lengua, incendiando tu boca, llenando tu vida de cenizas.

En ese fugaz y lento instante... pensaste, (algo habitual en vos, siempre el pensamiento te coarta), y en vez de tragar tu veneno, lo escupiste. Te sentías vacío, vencido, sin fuerzas, ni sueños.

Después, tan insoportablemente previsor como siempre, te encargaste de borrar las evidencias: quemaste la carta, lavaste el vaso y te bañaste esperando que el agua se llevara tu dolor y tus lágrimas, y tu cuerpo con sabor a nada. A partir de ese día te acostumbraste al dolor. El sufrimiento pasado te anestesió de los que vendrían después, parecías tan insensible... Me dijiste que te convertiste en la última víctima de Medusa, la habías mirado de cerca y habías pagado el precio. El vacío se hizo carne de tu carne y la cicatriz marcó tu rostro. Aún hoy llevás la herida, aún hoy...

Tu adolescencia no fue fácil, para mí tampoco lo fue, ¿para alguien lo será?; pero vos te protegiste tras una armadura gélida de cinismo, ironía y un supuesto sentido del humor, que te hacía inaccesible. Nadie pudo acceder a vos, creo que sólo lo hice yo, aunque a vos te moleste seguir demostrándome cuán importante soy para vos, aún hoy...

En momentos de dolor te costaba respirar, perdías la conciencia, querías cerrar los ojos, pero nadie sabía interpretarlo. Te recluiste en tus paredes que se volvieron tu refugio y luego tu prisión. Eras carcelero y presidiario, eras tu amo y eras tu esclavo. Querías protegerte, preservarte del mundo y, en cierta medida lo lograste, pero el costo fue muy alto. En tu refugio sólo había espacio para vos, y así te quedaste aún más solo. Allí adentro te asfixiaste y luego buscaste en mí algo del aire.

Me contaste que por mucho tiempo no pensaste en ese día, fue como si estuviese borrado de tu memoria aunque sabías de su existencia; no lo hablaste con nadie, yo fui una de las pocas personas a las que se lo contaste, aunque lo hiciste siete años después. Fuiste fuerte pese a que siempre fuiste un cobarde. Fuiste cobarde hasta para ser cobarde. Me dijiste que tuviste miedo de no morirte, por eso no te mataste. Pero a partir de ese momento se instaló esa duda que aún hoy se te presenta: todo este tiempo, ¿estuviste vivo o estuviste muerto?

Después de ese día te tocó sufrir más, pero siempre aguantaste. En el fondo estabas destrozado, pero nadie miró a tus grandes ojos, si no lo hubiesen descubierto. Tus ojos eran las ventanas de tu cárcel, y nadie miró a través de ellas al chico que lloraba acurrucado en un rincón. Tu mirada siempre estuvo envuelta de misterio, siempre mostró tristeza, pero nadie se animaba a mirarte; aún hoy, ni si quiera yo puedo hacerlo..., temo tanto encontrarte.

Si ellos te miraban, les ibas a mostrar tu dolor y para ellos eso era intolerable. Siempre me decías que no hay peor ciego que el que no quiere ver y tenías razón. “La verdad es una cosa muy dolorosa de oír y de manifestar” me dijiste citando a Wilde. Aunque para él y para vos, “lo es aún más tener que mentir”, aún hoy...

Te gusta pensar que hubiera pasado si lo hubieras hecho. Te gusta fantasear con tu propia muerte, te gusta pensar que alguien pudiera llegar a extrañarte.

Nunca pensé en vos, siempre me lo reprochás aunque no me digas nada. Seguro que soñás con que lo haga y usás la prosa para dar lugar a tus fantasías. Hoy soñás con que te escribo esta carta, pese a que sabés que jamás lo haría. Si esta carta fuera real, vos sabés lo que te aconsejaría, yo te diría que sigas soñando, porque eso significa que estás vivo. “Cogito ergo sum”, decía Descartes,“soñá, luego existí”, te digo yo. Aún hoy, te es más fácil soñar, soñar que estás vivo aunque, desde hace años, yo sepa que estás muerto..., aún hoy.