El laberinto está compuesto por pasadizos y habitaciones intrincadas, ideado para confundir a quien entre e impedir que encuentre la salida. En el laberinto habitaron el Minotauro, Teseo, Dédalo e Ícaro. “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío”. A veces soy híbrido entre instinto y lenguaje, otras héroe griego, algunas arquitecto de mi encierro y, otras tantas, libertad en caída libre.

viernes, 31 de marzo de 2006

EROS Y NIRVANA


Tu boca me dijo esas mágicas palabras, “te amo” y eso nos cambió la vida. Por fin estábamos juntos, yo lo había deseado desde hacía años. No podía creer como tu cuerpo se iba desnudando debajo del mío, era como un otoño primaveral, perdías las hojas pero nos llenábamos de vida. Nos explorábamos, nos aventurábamos, nos arriesgábamos, nos matábamos, nos revivíamos, nos sentíamos.

Tu pelo se perdía en mi pecho, acariciándolo todo. Mis manos buscaban tus límites, deseando lo imposible. Quería abrazarte fuerte, muy fuerte, hasta deshacerme en tus brazos, hasta que los cuerpos se evaporaran. Éramos agua hirviendo, recorriéndolo todo, sin represas; éramos agua desbordada, éramos tormentas que lo llevaban todo...

Tus labios apresaban los míos, tus manos oprimían mi rostro, tu lengua en mi boca era un huracán. Te sonreías de felicidad y me mirabas desafiándome a domarte. Parecíamos endemoniados cuyos cuerpos se retorcían el uno con el otro ante el menor y el mayor de los contactos. Éramos lucha y éramos paz, éramos conquistadores y conquistados, éramos dos errantes en el mar buscando el mundo nuevo.

Ya no sabía quién eras vos, ni quién era yo. No sabía si vos eras aire y yo era fuego o viceversa, pero éramos esa mezcla de elementos constituyendo algo nuevo e indescriptible.

Era un vértigo permanente, era una montaña rusa, era un subir sin límites y la sensación de caer rendidos en cualquier momento. Éramos dos ejércitos avanzando por territorio extranjero, conquistándolo todo, saqueándolo todo, arrasando con identidades, perdiendo nuestro cuerpo pero apropiándonos de uno nuevo.

Ya no veía nada, los sentidos eran inútiles para captar esa escena. Mis ojos no te veían, se cerraban solos por más que quisiera abrirlos. Veía todo anaranjado, como si estuviera frente a una amanecer de verano que me enceguecía. En mi boca había gusto a piel, a fuego, a cenizas, a victoria, a derrota, a éxtasis, a agonía, a dulce, a salado..., a vos. No había más sonidos que el de los gemidos que nos aturdían, que el de corazones que latían acelerados y el de respiraciones que iban y venían. Sentíamos el olor de nuestra piel quemándose, sentía el olor a campo que salía de tu piel. El tacto era fricción, era tan intenso que atraía toda la atención. Nuestras manos eran enredaderas, nuestros dedos estaban entrelazados y se confundían. Nuestras pieles eran más sensibles, se deshacían como nieve bajo el sol. Nuestras pieles eran los pocos límites que quedaban entre nosotros, lo que nos salvaba de confundirnos totalmente. Nuestras pieles eran completamente erógenas, no había ningún punto que no estallara al ser estimulado.

Perdíamos las categorías, no sabíamos que era el tiempo ni que era el espacio. No había tiempo, no había pasado ni futuro, sólo un presente que lo abarcaba todo. El tiempo pasaba como nos pasa la vida, sin darnos cuenta.

El espacio no existía, éramos una masa imprecisa, éramos un solo cuerpo. El mundo no existía, no importaba el afuera, no importaba el clima, la hora del día, no nos importaba ni la muerte ni la vida.

Ya no éramos humanos, éramos dos salvajes. Ya no había lenguaje, era imposible articular aunque sea una palabra. Éramos puro instinto, éramos exploradores, éramos arqueólogos de nuestros cuerpos. Me transformé en un alpinista que escalaba tu cuerpo, que subía por tu cuello buscando alcanzar la cumbre en tu boca. Continuábamos juntos, caminando por la cornisa de la locura.

Lo que sucedió fue un desastre natural. Era la tormenta que lo arrasaba todo. Era el huracán que desprendía hasta los cimientos. Era un terremoto que destruía el mundo a nuestro alrededor. Era un volcán en plena erupción, éramos lava hirviendo que avanzaba sin contención, sin contemplación. En el pico más alto de locura, de indistinción entre cuerpos, de fragmentación interior, llegué a la cumbre. Sí..., besé tu boca, me adueñé de tus labios, me embriagué bebiendo tu vino, te inundé de vida y, justo en ese momento, en el que caía rendido en tu pecho, me percaté que respiré tu último aliento. Y en ese momento de horror recordé tus palabras, “antes de rendirme, prefiero la muerte”.